Londres en una melodía

Capítulo I.

Capítulo I.

No quiero iniciar con algo difícil, a la gente le cuesta hoy en día leer cosas tan dificultosas que prefieren las lecturas que no les dan tantas pistas. Aunque estoy segura que tú que lees esto te interesan las matemáticas o la literatura. Apuesto lo siguiente. Es por eso que no voy a escribir, no justo ahora, de los ojos verdes que tenía un hombre y ese cabello negro o de su extraña racionalidad, porque para ello necesitarías saber las bases de las matemáticas y quiero trasladarnos a ese lugar cuando conozcamos a una persona que es un poco más importante.

Era amante de la literatura, quizá, desde su niñez. Tan absorta en esos cuentos que su mirada solo era atraída por esos extraños conjuros. Su familia solía decir que estaba loca, su madre que era demasiado elocuente y a veces distraída, su padre que era la luz de sus ojos y su hermano pequeño quizá te diría que le faltaba tornillos en esa cabecita llena de pájaros. Sabrina Vetrano, contenía el alma inocente, quizá como la de un infante, pero eso no quería decir que no fuese madura o que sus opiniones no contarán en ningún lado.

Sus padres --una pareja de México-- cayeron en las aguas profundas de un Londres lluvioso cuando ella tenía siete. Acostumbrada a un país tan diferente y a un idioma que en aquel entonces le causaba dolores de cabeza; ella se sumergió en tristeza. Primeramente por no poder ver a su tía, a la regordeta de Angélica, esa mujer que la cuidó y hasta que le sanó las heridas cada vez que se caía. O no ver a sus amigos, que se quedaron tan lejos, y apesadumbrada ante eso, descubrió que lo mejor era la imaginación. La imaginación es un escape para el alma y ella lo conocía muy bien, se acercó a las palabras y comenzó a escribir. A decir verdad, Sabrina encontraba la belleza hasta en un tazón de arroz con salsa. Podía saborearlo e imaginar que un personaje suyo lo contemplaba como si fuese la última comida en su vida. Y justo ahora ser positiva era su fuerte, pero debido a su temperamento melancólico, Sabrina Vetrano creyó que era el fin de su carrera literaria.

Una carrera literaria que no podía ser llamada ni por ese nombre. Parecía más un eufemismo. Quizá las razones eran tan rebuscadas, pero ella no era buena dando la cara ante las situaciones, se congelaba, sus palabras no salían y el corazón palpitaba de deseo de escapatoria.

Olvide confesarte que su nombre aparece en los blogs de literatura, que las historias escritas por esa muchacha de ojos cafés casi idénticos al chocolate, eran leídas por la mayoría de la gente. El que sean leídos, no quiere decir que ella no sufra de ese miedo irracional de los malos comentarios. Consuelo Heredia era el seudónimo que la bautizaba en las redes y su blog. Lo escogió por una razón sentimental y se quedó de esa manera mientras continuaba en el ruedo en busca de que le cortaran la cabeza. Sí Sophie —su mejor amiga— leyera sus comentarios, estaría ya dándole unos golpes en la cabeza para que se sacara tales tonterías de ella.

Sabrina era insegura y el camino de sanar las inseguridades es demasiado largo. Las suyas iniciaron en la adolescencia. Sin embargo, ahora no escribiré sobre ello.

Te contaré de cuando Sabrina con el corazón roto se despidió de su tía a la baja luz de la ciudad de San Luis Potosí. La dulce Angélica del Río se decantaba siempre por su sobrina, por la muchachita de ojos pispiretos y piel canela. Le decía que era una lucecita, Angélica la consideraba como su propia hija y no nos alejemos de la realidad. Lucía que Sabrina lo era, después de vivir dos años con ella hasta parecía que estaban sincronizadas. Procuraba de que no se metiera en líos por esa boca que tenía y sobre todo la protegía de esos grandes tiranos que solo lograban tirarla al suelo.

En fin, Sabrina se despidió de ella con lágrimas en los ojos, rogó a sus primas que cuidarán de su tía favorita, le prometió enviar mensajes, quizá miles de cartas, la tía Angélica le creería cualquier promesa, esa muchacha las cumplía. Y al salir de la casita que daba en la calle Damián Carmona de la ciudad de San Luis Potosí, una Sabrina con el alma en los pies se encaminó a tomar un taxi y así, alejarse de la ciudad que la vió crecer. La primera vez que se fue no sintió ese vacío en el corazón, ahora que se iba por segunda vez, el corazón ganó y mientras el pobre hombre conducía, se propuso llorar. El hombre no realizó preguntas, la considero solo una chica más llorando por la partida de un chico, que le habían roto el corazón por un idealismo. Era todo lo contrario porque al dejarla en el aeropuerto, el hombre se quedó sorprendido al verla tomar entre sus manos una muñequita de las que venden en las plazas; tenía el nombre de una niña grabado en la pierna derecha, no es necesario realizar tantas observaciones para dar con la verdadera razón: era de su sobrina.

Sabrina la quería tanto que la niña le terminó regalando algo tan preciado, y sentada ya, con el avión casi por partir, sujetó en sus delicadas manos el regalo. Suspirando por volver, tal vez, y volver con los miedos superados. Su rostro se contrajo al iniciar el viaje, tocó la ventanilla, como si ésta pudiese ser abierta y por el contrario, nada de eso pasó.

...

Del otro lado del mundo, el muchacho más parlanchín que pudieras imaginar, daba pasos pequeños y sostenía un celular entre sus manos cerca de su oído. Una Sophie desesperada y rabiosa le había marcado hacía unos segundos, ¿por qué estaba desesperada? Quizá por el hecho de que su mejor amiga llegaba hoy a Londres y confío en él de que la llevaría sana y salva a su casa, al parecer esa tal Sabrina Vetrano, le faltaba un vehículo. Y como no deseaba ir solo con ella, en un auto, solo escuchando música y observando el tráfico, quiso que alguien más se le uniera.

—Invitaré a Sebastian, estoy seguro de que hallará un tema de conversación entre Sabrina y él—le dijo a Sophie. Sophie contestó que estaba bien.




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