Londres tiene sus propias estrellas

Capítulo 9 Mitchell

—No, no recuerdo la última vez que la abracé, Warren —le respondo.

—¿Y eso por qué crees que sea? 

—Ella no es de mi agrado, ahora mismo.

—¿Porque está con Randall?

—Sí.

—¿Entonces tú mamá no tiene derecho a amar? ¿Y si lo hace la castigas alejándote solo porque ama?

—¿A un manipulador?

—Amar, y punto.

—Sí lo tiene, pero…

—A quién ame, es su decisión. Pero que ame en sí, ¿Eso te molesta?

—Suficiente.

Me levanto del sillón de la sala que Warren utiliza para estas “sesiones” que no debería hacer, puesto que se supone que los psicólogos no ejercen con amigos o familiares, pero honestamente “ayuda”. 

—Escapar debe ser difícil, cuando quieres sacarla de esa situación, ¿No?

—Dejarla libre de elegir qué quiere hacer es mi forma de amarla, Warren.

—¿Aún cuando eso signifique no volver a verla por lo pronto? Creeme, sé que tú decidiste no ir a buscar las cajas de libros que tu madre donó, ¿Dónde estabas?

—Reuniendome con el decanato, quieren ayuda con algo. Eso me parece más importante que ver a Randall.

—Es el problema. ¿Qué hace un manipulador cuando tiene a su víctima segura y no la quiere perder?

—Corta raíces y conexiones con quienes velan por su seguridad…

—¿Quién es la única persona que vela por la seguridad de tu madre?

—Yo.

—¿Y tú que haces?

—Me alejo… —murmuro.

Se me mete un pequeño dolor en el pecho.

—Es suficiente —repito y camino rápido para alejarme de él. Cuando voy saliendo tomo mi chaqueta y termino por irme rápido hasta la puerta para poder irme de aquí. Warren se queda sentado mirándome fijamente, anota algunas cosas en su libreta y murmura otras tantas —No somos tus conejillos de indias, Warren.

Ya fuera comienzo a sobreanalizar las cosas. Finalmente veo a las personas caminar por el muy tranquilo dormitorio. Cada edificio tiene varias “estaciones”, así les llamamos los chicos, detrás de las puertas, como la que acabo de pasar, hay minidepartamentos, o algo parecido. El nuestro tiene tres habitaciones, un baño y una cocina; además de un pequeñísimo balcón y una sala suficientemente grande como para tener un diminuto sofá, no más. No es mucho, pero sí suficiente. 

Veo ciertos chicos mirarme, estos días ya no sé por qué: podría ser por mi madre y sus rumores, o por las chicas que algunas veces esperaban fuera o cometen actos vandálicos y llenaban las paredes exteriores con pancartas. Aprendí a no prestarles atención a nada de lo antes mencionado: las miradas, las chicas, los rumores o a mí mamá.

¿A dónde iré?

Ni idea, pero al menos puedo saber que podría verme alejado de cualquier cosa y que mi cuerpo podría recostarse a leer en silencio.

No sé como, ya fue un reflejo, pero antes de salir, sin percatarme, había tomado el libro de la repisa. Mi carrera y maestría es más computación que humanidades y eso me gusta, es parecido a lo que los libros me dan, es esa sensación de que ya no debo lidiar con las decisiones o presiones de las personas a mi lado. De la misma manera, tampoco debo preocuparme por mis reacciones, o que como tanto me han dicho desde niño, de cuando estas los afecten.

Las personas siempre decían que era un poco insensible de niño o que hasta me desconectaba de mi alrededor. Que quizás como esposo sería un fracaso, que como amigo no podría ser el soporte que debería y que como hijo “Pobre de mi madre al tener tal iceberg como descendiente”. Las personas se ponen creativas cuando se trata de herir a los niños con sus opiniones.

Parte de mi adolescencia y toda mi niñez la dejé caer en sentirme mal por como era, por lo a veces racionales y lógicas que podrían llegar a ser mis decisiones, pero es curioso que jamás me forcé a ser diferente. Es obvio que mi forma de ser no está sujeta a cambios por complacer, ni siquiera a mí mismo. Eventualmente se prueba una vez más, o al menos en mí, que uno no es como quiere ser, sino como es.

 —Mitchell, hijo —me recibe el decano, me abraza como si tuviéramos meses sin vernos, aunque claramente ayer tuve que venir a una revisión de su parte —Toma asiento.

Obedezco.

—¿Tienes idea de lo cabreado que estaba cuando me dijeron que no diste el discurso?

—Ya le dije, señor, mi madre tuvo una necesidad, recién está operada de su ojo derecho y me había dicho que había empezado a sangrar —inicio —. Aunque, quiero que sepa que no fue a la ligera, dejé a un muy capaz estudiante  a cargo; escuché y sé que hizo un buen trabajo.

—¿Thomas Bernard? 

—Él mismo.

—No fue a él a quién yo quería ver dando el discurso, Radcliff.

—Pero él fue quién lo hizo —le concedo —. Y lo hizo excelente.

—El año pasado fuimos reconocidos por tener un orador de primera —dice.

—El año pasado mi madre no me necesitó, señor decano.

—Ser un gran hijo es digno de reconocer —dice en rendición. Sus grandes y llenas de barba mejillas se ponen rojas como si fuera un regordete y cansado Santa Claus.  

—¿Por qué he tenido que volver en esta ocasión?

—Es sobre tu solicitud.

—¿Ha sido aprobada? —finjo interesarme. Honestamente, no lo haré porque quiera, me nazca, me haga ilusión o tenga alguna pasión inherente y altruista por hacer esa caridad, sino porque todos esos libros tirados en el departamento no me agradan. 

—Sí. La universidad agradece demasiado el gesto, también extendemos de sobremanera el agradecimiento hasta tu madre.

—Ana Radcliff jamás ha dudado en ayudar a su alma mater —respondo.

—También es tuya, Mitch —dice el señor que además de servir como decano… es mi tío.

—Quiero… aclarar algo en mi mente.

—¿Qué, Mitch?

—Ninguna de las cosas que se me han concedido, como un dormitorio con mi propio cuarto y no uno compartido, asignarme como el orador dos años seguidos y este nuevo trabajo… ha sido por mi madre o tu parentesco conmigo, ¿verdad?




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