Londres tiene sus propias estrellas

Capítulo 22 | Mitchell

No recuerdo la primera vez en la que comencé a hacer esto, solo sé que fue cuando tenía de nueve a doce años que asistí a mi primera terapia psicológica y ahí… ella me dijo que tenía que escribir cartas y quemarlas. Honestamente es algo pretencioso, lo sé, esto de quemar tus cartas, en las cuales pusiste tus sentimientos parecen algún tipo de invocación hecha por una doncella apellido Capuleto.

Pretencioso nunca ha sido específicamente la manera en la que me gustaría describir mis acciones y emociones, pero como nada es como uno quiere estos días, ¿Qué más da?

Por primera vez, la noche en Bath es poco deseable para mí. La vista al jardín se volvió pesada en cuanto Henry se fue a dormir y Emma entró junto a Ashton, porque entendí que Raven se había quedado a solas, fuera de la casa. Sentí una pequeña preocupación, era de noche, en las arboledas… pero rápido entendí que esa silueta que se acercaba a dónde estaba Tom era ella. No habría más peligro que ella misma cometiendo errores y atentados contra su dignidad.

Veo el papel arder dentro del zafacón de acero, hierro o cualquier otro metal.  El fuego termina por dejarse desaparecer cuando pierde el combustible y lo reduce a polvo tras haberlo consumido todo. Solo quedan las cenizas del papel donde escribí treinta veces las cosas que me tenían estresado. 

Treinta es un número increíble, interesante. Estoy a solo cinco años de tener esa edad. 

Con cansancio dejo caer mi espalda, cuerpo y peso contra el sillón movedizo. Doy un par de vueltas y finalmente dejo salir un suspiro de rendición. 

No sé qué me da tanto estupor, pero en serio que me está negando el derecho de libre pensamiento porque es como engañarme a mí mismo el no aceptar que mi mente está nublada; sea lo que sea, me tiene mentalmente tieso. 

¿Qué escribí en ese papel? Ana, Raven. Ellas dos. Treinta veces cada nombre. 

—¿Quieres hablar?

—No —niego rápido sin inmutarme por la voz vibrante, rápido pude discernir quién es su dueño, así que la pregunta cobra sentido.

—Un psicólogo con delivery es casi impensable, soy tu psicólogo de bolsillo, Mitchell.

—No quiero hablar, Warren —le digo sin abrir los ojos.

—Hay un código para nosotros los prostitutos de la salud mental, ¿Sabes? Entre ellos a jamás presionar demasiado al paciente. 

Warren se llama así porque según él “Le pagan para darle lo que necesite la mente, aquello que la psiquis quiera”, obvio, para mejorar.

—Haz caso a eso.

—Por eso te presiono justo lo necesario —dice. Finalmente abro los ojos y veo cómo se sienta sobre la cama de una sola plaza. Su familia es muy amable al dejarnos  poder estar aquí, sin embargo, él es muy poco abierto sobre ella.

—No he visto mejoría con mamá. Ana no quiere escucharme. 

—El proceso no es lineal, Mitch. Debes tener paciencia.

—¿Paciencia? —pregunto incrédulo —¿Al ver como la última vez que estuve cerca tenía hematomas?

—Si ella misma no decide salir, volverá una y otra vez; con Randall o alguien peor.

—Ana… —lamenté —¿Cómo fuí tan ciego todos este tiempo? Randall siempre ha sido un mierda. 

—Honestamente, Ana está en un sueño, y debes respetarlo. Ella tomó sus decisiones, solo puedes estar ahí para despertarla cuando sea necesario. La mueves poco a poco, pero no puedes hacerlo bruscamente, ¿Comprendes? Respeta el proceso de ella.

—Ana siempre ha sabido sacarme de mis lugares. Ya sea con sus desastres en casa, sus regaños en cosas ilógicas, sus ataques de nervios, su hiperactividad. ¡O sus libros! Ya sea románticos o hasta aquellos de misterio, da igual, en todos tiene un personaje rubio que salva el día, como si de verdad quisiera sacarme de quicio, como si fuera a propósito.

Y que casualmente siempre es llamado Marlon, Marion, Mazzel, Misael o algo por el estilo.

—¿Sobre ti?

—Me ha dicho que sí.

—¿No es curioso eso? La manera en la que lo dices, me refiero.

—¿Qué debería estar feliz con ese detalle? —Warren asiente —Es que es mentira. No soy yo. 

Eso es lo que me saca de quicio. Su manera de ser es tan poco real, tan poco honesta o directa, como si viviera en su propia burbuja y siempre termina en crisis cuando se le rompe. Sabe que no soy yo, sabe que no puedo ser yo por muchas cosas, pero se niega a hablar de la persona en la que ambos sabe que inspiró. Jamás ha decidido tocar el tema de él, jamás nos ha querido dar esa satisfacción. 

—¿No? —pregunta.

—Es mi padre. Monroe Radcliff.

En todo Londres resonó su trágica y muy poco esperada muerte, pero más cuando su mujer comenzó a vender cada propiedad que este había dejado —pero con una sola excepción — y sus andanzas.

—Interesante… 

Ana siempre hace eso, encuentra una manera de torcer las cosas para que se acople mejor a su deseo o fantasía, como si la realidad fuera resina que ella moldea con sus huesudos dedos.

—Me miente.

—Quizás se miente a sí misma. No creo que ella esté consciente de que siempre le retrata, creo que ni ella está enterada. Es su inconsciente.

Pues su inconsciente tendrá que tomar alguna lógica, porque la verdad es que ya me estresa. ¡Dios! Amo las computadoras, las emociones son tan indescifrables en personas como ella.

—¿Tu madre nunca superó su desaparición?

—Su cuerpo debe estar en el fondo del mar, con Jack y la joya de Rose. Jamás pudimos enterrarlo o verlo. Mamá jamás terminó de aceptarlo. 

El naufragio del barco de negocios de papá no fue algo de lo que hablé con mamá. Ella jamás quiso, yo jamás insistí. Así que muchos detalles sobre el estatus de su mente sobre ellos no lo puedo conocer.

—Jamás quiso hablar de ello. Solo tras dos meses de duelo decidió que no sería un tema que se deba tratar y dejó el luto. Empezaron sus libros a ganar más popularidad, quizás más notoriedad. Y finalmente, se convirtió en una ermitaña muy colorida… pero sola.




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