Los Brazos de Morfeo.

Prólogo.

Dos hombres en trajes impecables abren las puertas, entro y toda la multitud se concentra en mí.

—Crysanthe —anuncian mi nombre y rápidamente un joven vestido igual a los que me abrieron la puerta, se acerca para tomar mi mano izquierda y acompañarme mientras bajo la escalera.

— ¿Cómo ha sido su viaje?

Le lanzo una mirada, analizando cada facción de él, no ha de tener más de veinte años, cabello rubio, ojos cafés.
Esbelto, de tez algo bronceada, de seguro ha estado trabajando en el Palacio del Sol, ya que alguien rubio suele ser caucásico, no podría tener ese tono de piel naturalmente.

—Bastante largo y lento para mi gusto, pero la bienvenida no está nada mal — digo sonríendole a la gente.

El joven se limita a asentir, mientras me conduce hacia el final del Gran Salón.
La gente me mira de arriba abajo, estudiandome, en especial las mujeres.

Sus ojos escudriñando cada parte de mi, en busca de un defecto, algún cabello fuera de su lugar, alguna mancha sobre mi piel, alguna arruga en mi vestido, cualquier cosa que dé un buen tema de crítica hacia mi persona.

Las hermosas paredes están empapeladas con flores en tonos marrones, las columnas blancas están decoradas de manera elegante, los pisos de mármol están tan limpios que veo mi propio reflejo en él, la música es suave y delicada.

Todo es perfecto, como de costumbre.
El chico me deja frente a mi padre, quien permanece con su mirada imponente y severa de siempre.

—Padre, es un honor volver a verlo —Hago una reverencia—. He recibido tu llamado y tu invitación a ésta fiesta.

—Hija —dice él, frío como siempre—. Toma tu lugar a mi izquierda —ordena.

Me encamino hacia el gran trono junto al de mi padre y tomo asiento.

Miro a la gran multitud, hay gente como yo y gente como mi padre.
Alfin logramos que permanezcan juntos en la misma sala.

—Estamos todos reunidos aquí —dice él levantándose—, para celebrar el cumpleaños número quince de mi hija, Crysanthe, y para celebrar también la convivencia de ambas especies.

Todos aplauden con entusiasmo, la música se detiene, la novia de mi padre también se levanta para aplaudir con sus pálidas manos de porcelana.

—Nefilims y Ángeles se necesitan los unos a los otros —dice el gran ángel—. Nefilims y Ángeles son familia, nuestros hijos, cuñados, parientes. Es el fin de las diferencias entre las especies, diferencias que nos han cegado durante años. Diferencias que no valen la pena.

Los aplausos se vuelven más intensos, y cuando él está por hablar de nuevo, el techo se cae a pedazos.
Se oyen gritos, se ven ángeles sacando sus alas, causando que sus trajes y vestidos se desgarren.

Del gran agujero comienzan a entrar criaturas que no había visto antes, se mueven rápido y sus cuerpos parecen estar compuestos por rayos.

Tocan a mi madrastra y al instante ella se vuelve cenizas.
Con un grito ahogado, retrocedo y miro a mi padre, pero él ya no está.

Los rayos con forma de serpientes sedientas de sangre, atacan a los invitados con fuerza y voracidad, en cuestión de segundos terminan con la gran mayoría.

Entonces alguien entra, un hombre desciende en una especie de carroza, su mirada expresa satisfacción, su ropa se ve costosa y elegante.

Entonces veo a mi padre volando hacia él con sus enormes y blancas alas.

—Zeus, te atreves a irrumpir en mi casa y matar a mis invitados —escupe con odio—. Nadie los ha dejado pasar. Ustedes no son bienvenidos en territorio cristiano, y lo saben.

—Ya basta de tregua, basta de quedarse a la sombra de ustedes. Esto es la guerra, Gabriel. Los dioses Nórdicos y los Griegos han hablado, nos uniremos y acabaremos con cada rastro de ustedes —escupe el hombre—. Los humanos volverán a venerarnos como en el pasado. Y no podrás hacer nada al respecto.

Con una sonrisa y antes de que Gabriel pueda reaccionar, otro tipo entra en escena, con un gran martillo en su mano golpea a mi padre en la cabeza, mientras que dos de los rayos lo atraviesan, convirtiéndolo en cenizas.

Un grito se escapa de mis labios.

Veo una espada en el suelo y me avalanzo sobre ella, sin pensar en el vestido o los mugrosos zapatos que me visten. Me enderezo y veo a los ángeles ser sometidos por Zeus y los suyos, por esos rayos mortíferos.

Corro por la gran sala, entre la sangre, los cadáveres y las personas que tratan de defenderse, busco a mi prima Emeraude entre la multitud, pero no la veo.

Los demás Nefilims Elegidos aparecen entonces, luchando con ferocidad con sus poderes de fuego celestial, su ferocidad y precisión que no poseo. Arremeten contra algunos caballeros vestidos con armaduras doradas.

— ¡Corre, Noah! —Me grita Juno, una de ellas y entonces un rayo la toma desprevenida, haciéndola cenizas.

Estoy en shock, no puedo moverme, mis ojos van desde el cadáver de mi padre, de los ángeles esparcidos por el suelo, de los Nefilims demacrados y al que parece ser un auténtico dios griego.

— ¡Ya basta! —exclamo como si con eso se detuvieran.

Y entonces, veo a los rayos acercándose a mí.

Algo golpea mi cabeza y caigo al suelo, siento que estoy ardiendo, siento el dolor y luego todo se vuelve negro.




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