*Leif*
Susan se quita la liga del cabello y me sonríe, esperanzada de que me gustara lo que hizo. Ahora sé que no es tan tierna e inocente como su padre me quiso hacer creer.
—¿Te encuentras bien, cariño? —me pregunta, alzando la mano para acariciar mi rostro.
Ella ahoga un grito cuando la detengo en seco y mi máscara de amabilidad finalmente se cae. Ya es mía y hemos salido de la finca de su padre, así que no tiene ningún caso seguir actuando como un hombre ridículo.
—Eres tan mediocre, tendrás que practicar más —me encojo de hombros, apartando su mano bruscamente—. No, mejor no, no volverás a intentarlo.
Los ojos de Susan se llenan de lágrimas, pero eso no me causa ninguna lástima. Su experiencia me hizo perder el poco respeto que le tenía.
—¿Hice algo que te molestara?
—Lo que me molesta es que estés hablando. Guarda silencio y no me fastidies más, a menos que quieras que te ponga una mordaza.
—No, no quiero —murmura.
Miro hacia otro lado, deseando salir del auto y hacer el resto del recorrido corriendo, pero no sería bueno para mi imagen pública, ni para contenerme. Cada vez que me transformo cerca de casa, los insultos de Kael me fastidian la existencia. Debido a su poca comprensión sobre por qué debemos mantenernos alejados, he aprendido a bloquearlo por completo en mi forma humana.
Sin embargo, logra salir de vez en cuando, como en esta ocasión.
—La perdimos, la perdimos —me grita—. Tomaste la peor decisión.
«Solo cállate», le respondo, bloqueándolo de nuevo.
Él nunca ha sonado tan desesperado como ahora. ¿Qué le sucede?
Cierro los ojos y masajeo mis sienes. A pesar del bloqueo, aún escucho ecos de sus gritos.
—¿Cuánto falta para llegar? —pregunto sin pensar.
—¿Te sientes mal?
Ignoro la pregunta de mi prometida y espero la respuesta del chofer, quien me informa que ya estamos a pocos kilómetros de la casa. Allí, ella debe seguir estando, y se llevará a cabo la escueta ceremonia que he preparado.
—Nos casaremos al llegar —le informo a Susan, sin abrir los ojos.
—¿Cómo?
—No lo pienso repetir.
Finalmente, abro los ojos de nuevo, pero no para preocuparme por el desconcierto de mi futura esposa, que tengo el presentimiento de que no durará mucho, pese a tener una loba fuerte. Ya no escucho los gritos de Kael, solo puedo percibir su melancolía, que se vuelve mía. Intento siempre separar mis emociones de las de mi lobo, pero cuando se trata de Raisa, resulta imposible.
«No puedo casarme con ella, o sabes lo que pasará. No podremos resistirnos», argumento por centésima vez. «Pero te aseguro que nadie más podrá tenerla. Es solo mía».
Kael no responde. Su mutismo es alarmante, pero decido ignorarlo por ahora y lidiar con él después.
La bienvenida que me dan es como cualquier otro día, siguiendo las pautas que les di antes de regresar. Adoro el poder, la admiración que genero, pero no lidiar con la gente a la que le causo esto.
—Me estás lastimando —se queja Susan con voz aguda.
—No me importa, Silvana.
—¡Soy Susan!
Mis padres ya están en la oficina. Mi madre está molesta porque tuvo que cancelar los grandiosos preparativos para una boda que diera de qué hablar y volverlo esto: un simple trámite administrativo.
Casi de inmediato, noto la disminución del aroma que siempre está demasiado concentrado aquí. A veces, Raisa va al pueblo, pero debería estar aquí.
Por más que intento calmarme, es evidente para todos que mi ritmo cardíaco, normalmente tranquilo, no va bien.
—¿Estás nervioso? —pregunta mi padre—. Bueno, lo entiendo, te has conseguido una mujer hermosa.
La forma en que la mira de arriba a abajo no me desagrada. Si la mantiene ocupada, es mucho mejor.
—¿Dónde está? —pregunta Kael, traspasando el bloqueo cuando estoy a punto de firmar el acta—. No está aquí.
Todos me miran extrañados cuando me enderezo y aspiro profundamente. No está, ella no está.
—¿Qué sucede, alfa? —pregunta el juez que nos está casando.
Ignoro su pregunta y sigo olfateando, tratando de seguir el débil rastro, pero no hay ninguno. Solo sigue oliendo a ella levemente, pero no hay un camino. Algo sucedió.
—Hijo, ¿qué demonios estás haciendo? —me reclama mi madre.
—Déjame —logro decirle, concentrado en mi búsqueda.
Esta vez me entrego a lo que hago, sin importarme que sospechen el secreto que he guardado celosamente. Esa humana debe estar en su habitación.
Cuando entro, su aroma me golpea, pero no como siempre que entro a hurtadillas para observarla dormir. Ni ella ni sus cosas están.
Mi grito furioso y agónico, que resuena por toda la casa, es solo el primer aviso de lo que sucederá si ella no regresa pronto.