*Leif*
Los gritos de terror forman parte de mi día a día y me proporcionan cierto consuelo, pero ni siquiera a veces eso es suficiente para aplacar mi ira o calmar mi ansiedad, aquella generada por estar condenado a seguir vivo. Podría elegir no hacerlo, pero entonces el mundo no podría recibir el castigo suficiente, no podría conseguir que nadie entendiera mi dolor, uno con el que tenía que lidiar solo porque Kael se abandonó a la agonía y dejó este cruel mundo.
Mi propósito de vida es ser más cruel que él.
Sigo corriendo en mi forma lobuna. El dolor me recorre todo el cuerpo y la sed es implacable, pero no me detengo. No quiero escuchar más murmullos humanos, esos que algún día destruiré. Necesito dejar de escuchar, de sentir, de pensar.
Quiero fingir que estoy solo en este planeta.
Finalmente, llego a la cima de la montaña y me recuesto. La nieve cae sobre mí, derritiéndose al tocar mi piel.
Desde donde estoy, puedo observar el resultado de mi ira: pueblos completamente destruidos, reducidos a nada.
¿Por qué no puede durar la satisfacción de lograr todo esto?
No necesito a Kael para responder a esa pregunta: sigo necesitándola.
Raisa ya no existe, no hay ningún vínculo, pero sigo aferrado a su recuerdo, a lo mucho que la necesito para volver a vivir plenamente.
De pronto, escucho un latido cardíaco fuerte y vigoroso. No es humano, así que me pongo en alerta de inmediato, aunque no regreso a mi forma humana.
—Sé que estás ahí, Leif —dice Eden, a quien no veo hace mucho tiempo.
Giro la cabeza hacia la derecha, de donde proviene el sonido. Está en su forma humana y noto que se cortó el cabello.
—Así que vienes a contemplar toda tu destrucción —dice con amargura—. Escuché rumores de que fue por la pérdida de alguien importante.
Le gruño en respuesta. No me está diciendo nada nuevo. A estas alturas, ya se sabe que perder a mi compañera me ha matado en vida.
—No, no son rumores, ¿verdad? —sonríe con tristeza—. Es tu terrible realidad, una que te mereces por ser tan inconsciente.
Eden no se inmuta cuando quedo con el rostro a escasos centímetros del suyo, pero no logra engañarme: su corazón palpita con mucha fuerza por el miedo.
—No mereces nada, Leif. No mereces el poder que te entregaron; solo eres un ser egoísta, incapaz de cuidar aquello tan valioso que tienes.
«Yo ya no tengo nada valioso», respondo en silencio.
Eden parece advertir la respuesta en mi mirada, por lo que sonríe de una forma extraña.
—No, miento. Lo que tenías, lo más valioso que tenías, lo perdiste. Lo intenté, te lo juro, pero todo salió muy mal.
Retrocedo unos pasos, tratando de entender a qué se refiere. Importándome poco no haber traído una muda de ropa conmigo, regreso a mi forma humana. Eden se queda impasible, con una mirada cargada de tristeza.
—Tienes que hacer bien las cosas, Leif. No puedes seguir así.
—Eden, estoy haciendo las cosas bien. Todos tienen que pagar por esto. ¿De qué estás hablando? ¿Sabías dónde estaba?
—Sí, Leif, lo sabía, pero…
—¡Dime en dónde! —le grito, tratando de avanzar hacia Eden, pero esta solloza y se transforma rápidamente antes de marcharse corriendo.
Es una cobarde.
—¡Eden! –le grito, corriendo casi sin energía, por lo que termino cayendo sobre la hierba helada, temblando.
—Se fue, realmente se fue —susurro, desolado—. ¿Por qué entonces no pude irme con ella?