*Eden*
—Lo siento mucho, teníamos hambre —dice Lunaire cuando los siento a los tres en la mesa, luego de hacerles de cenar—. Gracias, Eden.
En todos estos años en el mundo humano, siempre he sentido que los niños no me gustan para nada, pero creo que este trío sí que lo hace. A pesar de que vinieron como viles ladrones a robarse mi comida, puede que sean unos buenos chicos. Los pobres están sucios, como si hubieran estado perdidos por días, y parece que también ansían comerse los platos.
Me causan ternura, pero no sé qué hacer con ellos. Si no tengo dinero para mí, mucho menos para alimentar a tres personas más.
—¿En dónde está su madre? —les pregunto.
Los tres pequeños dejan de comer y se miran los unos a los otros.
—¿Ella murió?
No asienten, pero tampoco niegan con la cabeza. Esa respuesta ambigua me frustra, pero decido esperar unos segundos para que procesen la pregunta.
Mientras espero, algunas posibles respuestas me vienen a la mente.
Raisa murió, y ellos han vagado por el mundo.
Raisa sobrevivió, pero los echó de su vida por tener sangre de licántropo en sus venas.
La tercera, la más horrible, es la que dice Dean.
—Nuestra madre falleció y su padre nos echó de su mansión hace dos semanas.
—Esperen, ¿qué? ¿Y cómo dieron conmigo?
—Mamá siempre nos habló de ti —me explica Riven, gemelo idéntico de Dean—. Ella sabía dónde vives.
—Pero ella murió cuando los tuvo, ¿cómo es posible que…?
—No, ella sobrevivió cuando nos tuvo —dice Lunaire—. Era la mejor mamá del mundo, pero se fue al cielo.
Un jadeo de horror escapa de mis labios. Ahora tiene sentido que Leif siguiera vivo cuando supuestamente Raisa falleció. Sin embargo, ahora que ellos me confirman que ahora sí murió…
—Leif, él debe estar…
—¿Qué te pasa? —pregunta Dean—. ¿También te vas a morir?
Me aparto la mano del corazón y niego con la cabeza, aunque no esté precisamente segura de que sobreviva a esta impresión. ¿Y si Leif ya estiró la pata? ¿Quién va a cuidar de estos niños? No tengo dinero para abogados y no sé qué tan legal sea quedármelos.
—Creo que tendré que dejarlos en un orfanato. No puedo hacerme…
—¡Tenemos dinero! —gritan los tres, corriendo hacia mí.
—¿Qué? ¿Cómo que tienen dinero?
Riven saca algo de su pequeña mochila y me lo entrega. Es un cheque a mi nombre por una cantidad exageradamente grande. Los ojos se me desorbitan y tengo de nuevo ganas de desmayarme.
—¿Qué es…?
—Nuestro abuelo dijo que te lo diéramos para que nos cuidaras.
Se me forma un nudo en el estómago. Esta es, sin duda, la solución a todos mis problemas, pero me sabe demasiado mal aprovecharme de su vulnerabilidad.
—No puedo aceptar esto, lo siento —dije, devolviéndoselo—. Es…
—Mamá nos dijo que tú la cuidarías algún día.
—Eso era cuando estaba dentro de mis posibilidades —le aclaro a Lunaire—. No creo que ahora...
Los tres hacen un puchero que me estruja el corazón. Puede que solo me quieran manipular con sus lindos rostros, pero realmente parecen cansados, no solo física sino también mentalmente.
Nunca me he identificado tanto con alguien en toda mi vida.
—Pueden quedarse esta noche aquí, y mañana veremos qué es lo que procede. ¿Podrían concederme eso al menos?
—Sí, tía Eden —dice Lunaire, mientras sus hermanos sonríen y asienten.
«Los niños lobos sí me gustan», pienso enternecida.
Mientras ellos se asean en mi pequeño baño, busco desesperadamente ropa limpia que puedan usar. No es que sea una persona de contextura grande cuando soy humana, pero no creo que a los niños les haga gracia ponerse enormes pijamas rosas.
Por suerte, descubro que en sus pequeñas mochilas tienen algo de ropa, así que me ahorraré todo aquel drama y solo tendré que lavar lo que se quiten ahora.
También encuentro en la mochila de Lunaire una fotografía. En ella, Raisa está en una silla de ruedas, rodeada de sus tres bebés. A pesar de su sonrisa, se le nota un enorme dolor en la expresión. Soportó demasiado, una agonía.
No puedo seguir guardándole rencor. Sería muy mezquino de mi parte.
—Mami nunca pudo caminar —me explica mi sobrina, que es la primera en salir del baño—. El abuelo siempre nos gritaba que fuimos nosotros quienes le rompimos la espalda.
—Viejo miserable —mascullo—. Lamento haber revisado tus cosas, pero quería encontrar…
—No importa. Ahora nos estás cuidando y puedes hacerlo. Mamá también revisaba nuestras mochilas.
Sus ojos se llenan de lágrimas. Tengo el impulso de acercarme a ella y sentarla en mi regazo para consolarla, pero me contengo. Sé cómo era Leif de pequeño, y toleraba poco el contacto físico cuando estaba triste.