*Eden*
Niamh no me dirige la palabra en todo el camino hacia la ciudad. Está furiosa porque dejamos ir una vez más a nuestro supuesto compañero, que a estas alturas empiezo a sospechar que es algún chófer real o un mayordomo. A algunas personas les ha pasado que su compañero ya prácticamente da leche en polvo en lugar de hijos.
Bueno, pues ojalá. Me voy a reír mucho de Niamh si resulta que nuestro compañero es un viejito adorable.
—¿Qué habré hecho en mi otra vida para merecer un vínculo contigo? —se queja Niamh, y tengo que cubrirme la boca para que nadie me mire como loca mientras entramos al centro comercial—. Ahora te ríes, pero ya me verás cuando nos toque un compañero vigoroso, de esos que apenas te dejan respirar.
«Eres demasiado fantasiosa, cariño», le respondo, tratando de ahogar la carcajada.
—¿Te pasa algo, tía? —me pregunta Lunaire, a quien tengo sujeta de la mano—. ¿Niamh te está molestando?
—No, niña. Es ella la que me tiene enferma —gruñe Niamh como si mi sobrina pudiera escucharla.
—Está molesta, pero ya se le va a pasar, mi vida —le respondo con una sonrisa.
—Quiero un videojuego —dice Dean de repente.
—Yo quiero comer —se queja Riven, sobándose la barriguita—. Tengo mucha hambre.
—Es mejor que vayamos de una buena vez al área de comida —dice Leif—. Aunque…
—Sí, lo más probable es que todos huyan —me río mientras examino el lugar—. A menos que…
Rápidamente, mis ojos se cruzan con una tienda de ropa masculina.
—Dame tu tarjeta, Leif —le pido—. Entremos a esa tienda.
—Pero…
—Haz lo que te digo —gruño—. ¿Quieres parecer normal o no? Digo, son pocos los podrían reconocerte, menos si no pones cara de loco, pero ¿para qué arriesgarnos?
—Sí, papá, tienes que vestirte de otro modo —le dice Lunaire, con una seriedad que la hace parecer una experta en moda.
Leif observa fijamente a su hija. No sé si sea posible que los ojos de alguien se vuelvan dulces, pero juraría que eso le está pasando. Se nota que empieza a encariñarse con sus cachorros, pero que hay una debilidad particular por Lunaire.
—Bueno, me llamaste papá, así que lo haré.
Mi pequeña se sonroja y se esconde detrás de mí, gesto que provoca que Leif me mire con preocupación.
—Tranquilo. A veces se pone así —le digo en voz baja—. Vamos a conseguirte algo más... adecuado.
Las carcajadas de mis pulgas no son nada en comparación con las risotadas explosivas que suelta Niamh en mi cabeza cuando vemos a Leif salir del probador con una camisa deportiva y una gorra puesta hacia atrás.
—¿Qué? ¿Me veo tan mal? —pregunta Leif, avergonzado.
No puedo aguantarme y termino riéndome a carcajadas hasta que me duele el estómago.
—De acuerdo, no voy a comprar esto. Me queda claro que...
—No, no, te ves... bien —digo entre risas.
«Me voy a hacer pipí», pienso desesperada.
—No, no me veo bien. Luzco ridículo —gruñe Leif.
—Solo quítate la gorra —sugiere Riven—. Si lo haces, ya no te ves tan chistoso.
—Bien, me lo voy a quitar.
Mis risas se apagan poco a poco, y noto que la dependienta de la tienda me observa con alivio. Como no está huyendo despavorida, supongo que no ha reconocido a Leif, pero percibe que no es alguien tan confiable.
—Es mejor sin la gorra —opino—. Pero se perdió todo el encanto del atuendo.
—Tengo hambre —se quejan Dean y Riven al unísono.
Sus estómagos rugen, confirmando que su hambre ya cruzó la línea de lo moderado y están pasando al apetito salvaje y voraz.
—Paguemos esto y vámonos —le digo a Leif con urgencia—. A no ser que quieras ofrecerles un brazo como desayuno.
—Ay, no, qué asco —dice Lunaire, haciendo una mueca muy graciosa—. No, no te vamos a comer a ti.
—Oye, no lo desprecies tanto —bromeo—. Muchos darían lo que fuera por…
—Ya basta —me corta Leif—. Vamos a comer.
Jamás me ha importado lo que la gente piense cuando mis pulgas comen como si llevaran siglos sin probar bocado. Pero ahora, rodeados de tantos de nuestra especie, me siento fuera de lugar. Quisiera decirles que se calmen, que no llamen la atención y que finjan que tienen modales.
—¿Por qué no comes, tía? —me pregunta Riven, mirándome con preocupación—. A ti te gustan mucho las hamburguesas.
—Sigue nerviosa por lo que le pasó hace rato —explica Lunaire, limpiándose la boca con la manga de su sudadera.
Ante ese gesto, Leif frunce el ceño con desaprobación y toma una servilleta. Se la ofrece a su hija, y al ver que ella no la toma, se atreve a dar el paso: la limpia él mismo.
—Para eso usamos servilletas, hija —le dice con un tono tan cariñoso que hasta a mí me dan ganas de tener papá—. Si no, siempre tendrás la ropa sucia.