*Leif*
Desde el segundo en que mis cachorros aparecieron en mi puerta supe que se avecinaban problemas, pero jamás imaginé que sería Eden quien los tendría y que terminaría presa por intentar robar en una tienda de ropa. En el fondo, sé que no es culpable. Algo debió pasar para que saliera así de la tienda.
Eden puede ser un grano en el trasero, una costra dolorosa, pero no una ladrona.
—¡Tienes que sacarla! —solloza mi hija mientras nos dirigimos a la estación de policía—. Papá, papá, por favor…
—Sí, Lunaire. Vamos a sacarla. Tranquilízate —le pido con voz tranquila.
—Mi tía no sigue sus propios consejos sobre que no debemos separarnos —murmura Riven—. Por eso le pasó lo que le pasó. Ella nunca ha robado nada. A veces le gusta evadir impuestos, pero no…
—¿Cómo que evade impuestos? —pregunto desconcertado.
—No seas tonto, Riven —gruñe Dean—. La tía Eden no evade impuestos, simplemente no le gusta hacer fila para pagarlos. Tampoco nunca recuerda qué documentos debe llevar.
—Y grita mucho cuando la página se queda congelada y no puede imprimir el recibo —susurra Lunaire con voz temblorosa—. Es muy chistosa… Ay, no quiero que se vaya a la cárcel. Las cárceles huelen feo y hace frío.
—No se va a quedar ahí. Además, no —respondo—, las cárceles ya no son calabozos como en el que encerré a su abuela.
—¡¿Se va a morir? —pregunta Riven, abriendo los ojos de par en par.
«¿Por qué esa obsesión con la muerte?», me susurra una voz en la cabeza.
Por un momento me siento desconcertado, creyendo que es Kael. Sin embargo, descarto esa idea. Sé que él no suena así, aunque lleve años sin escucharlo.
—No lo sé —admito—. ¿Ustedes quieren que eso pase?
El silencio que reina dentro del auto me oprime el pecho. Si no fuera por sus corazones latiendo tan fuerte, habría jurado que me zumbaban los oídos.
—No nos interesa su destino. Ni siquiera la conocemos —responde Riven por los tres—. Solo que no le hagas eso que le hiciste a esa mujer en la plaza.
—Espera, ¿qué? —pregunto, frenando casi en seco.
—No lo vimos —dice Lunaire—, pero no se hablaba de otra cosa en el pueblo cuando llegamos.
El estómago se me contrae y las palmas me sudan. No me hace ninguna gracia que mis hijos sean testigos de todo lo que hice. No es así como habría querido que Raisa me viera.
—Lo lamento —me disculpo—. Puede que a veces sea muy severo con los castigos que doy.
Mis hijos no responden, pero la tensión en el aire me deja claro que me temen, que todavía no confían en mí.
Solo espero que al menos confíen en que sacaré a Eden de la celda. Claro, si los idiotas de aquí dentro no se ponen difíciles.
—Niños, por favor, tienen que comportarse y no gritar —les advierto.
Pero ya han salido disparados del auto.
Niego con la cabeza y suelto un gruñido antes de bajarme también. Los alcanzo en tiempo récord. La poca gente a nuestro alrededor nos observa con ojos desorbitados y algunos sueltan gritos ahogados.
—Les dije que se controlaran. Si se alteran, solo van a complicar la situación —los reprendo mientras los aprieto contra mí—. Se van a calmar, cachorros descarriados. Lo harán o no los soltaré y dejaré a Eden aquí.
—No… puedo… despedaaaaar —se queja Lunaire con tono dramático, ganándose las risitas de sus hermanos—. Mis tripaaaaas.
—No te estoy apretando, Lunaire —mascullo—. ¿Crees que no tendría cuidado contigo? ¿De verdad lo crees?
La niña afloja el cuerpo, resignada. Dean y Riven gruñen.
—No puedes impedirnos ir a pelear por ella —dice Riven—. Si no gritamos, ¿quién nos escuchará?
Esa frase retumba en cada rincón de mi cerebro. Me resulta tan asquerosamente familiar que no puedo evitar sentirme perturbado de que mi hijo lo vea así.
De pronto, me siento horrorizado ante todo lo que he hecho.
Me siento culpable.
—Yo gritaré por ustedes, si es necesario —prometo—. Pero, por favor, confíen en que la vamos a sacar, ¿sí?
Mis cachorros tardan en responder, pero al final lo hacen:
—Sí, papá.
Más gritos ahogados. Me siento orgulloso. Nadie esperaba que yo fuera padre, y en esta estación sí me conocen. Pronto estallarán todos los rumores y pesará aún más el hecho de que tengo tres maravillosos hijos.
—Bien, ahora vamos a rescatar a su tía Eden. Tenemos que…
Un estruendo nos sobresalta a mis hijos y a mí. Todos nos giramos al mismo tiempo, buscando la fuente del ruido.
—¡Mi auto! —grito al ver que otro vehículo se ha estrellado contra él.
—¡Ay, no! —Riven se lleva las manos a la cabeza.
—Sí que va a costar reparar eso —masculla Dean, siempre más interesado en autos que sus hermanos.
—Lo van a meter a la cárcel —murmura mi hija.