Los cachorros perdidos del alfa cruel

Capítulo 22: ¡¿Por qué no funcionamos?!

*Eden*

Camino de un lado a otro en la celda hasta que por fin desaparece ese horroroso hilo rojo. No sé qué rayos hacía mi destinado aquí también, pero, sea lo que sea que tuviera pendiente, ya lo cumplió.

Aun así, no puedo sentirme tranquila. Tengo que convencer a Leif —si es que viene a sacarme de aquí— de que nos vayamos muy lejos. No puedo arriesgarme a que mi compañero resulte ser un ser dominante que quiera alejarme de ellos. Porque existen casos, y casos muy feos.

—¿No se te ocurre pensar que podría ser un aliado de Leif? —me susurra Niamh.

«Es una posibilidad, pero de todos modos no quiero. Tú no viviste el dolor de esa infidelidad», le respondo.

—No puedes vivir traumada por eso. Y claro que sentí tu tristeza y escuché tus lloriqueos. Ojalá la diosa me hubiera concedido no hacerlo.

«Eres la peor. Deberías apoyarme», refunfuño.

—Yo no apoyo a locas que se esconden de su destinado. Lo siento. Y no me vas a convencer con chantajes baratos, niña tonta. Jamás ha funcionado.

No respondo nada y me dejo caer en el asiento de concreto, completamente abatida. Los policías se detienen cada tanto a mirarme, pero no se atreven a decirme nada; ya saben de quién soy hermana.

—Ya, ya —gruñe Niamh—. Entiendo que tengas miedo, pero escúchame. Leif no dejará que nadie te separe de los niños. Es el alfa, puede negociar… o amenazar.

Esbozo una sonrisa que hace que uno de los policías se aleje de mi celda, mirándome como si fuera una lunática.

«Bueno, admito que eso me hizo sentir un poco mejor», respondo.

—No quiero hacerte sentir mejor, solo que entiendas que ese tipo no puede ser más poderoso que el alfa, y que no puede alejarte de los que amas.

«Eso espero, Niamh. Si algo me da miedo en esta vida es perder a mis pulgas. Y deja de juzgar, porque ellos…»

—Lo sé, Eden —me interrumpe—. Aunque no lo creas, también quiero a ese trío de pulgas malcriadas. Tú serías bastante aburrida sin ellos.

«Desgraciada», gruño, y ella se desternilla de risa.

Aun así, puedo escuchar tres latidos bastante familiares y me precipito hacia los barrotes.

—¡Tía Eden! —gritan mis niños al acercarse.

—Ay, mis bebés —digo emocionada, poniéndome en cuclillas para estar a su altura—. Les juro que yo no quise robarme nada.

—Lo sabemos —dice Lunaire—. Papá ya se está encargando del asunto.

—No te preocupes, tía, ya vas a salir —añade Dean—. No te asustes.

—¿Se siente feo estar ahí dentro? —pregunta Riven con temor.

—No, para nada —respondo con una sonrisa—. Creo que es una experiencia de la que nos vamos a reír después. Bueno, si es que Leif me saca de aquí. Últimamente no he tenido la mejor de las suertes.

—La verdad es que no —Lunaire niega con la cabeza—. Estás maldecida o algo.

—Oye, no le digas eso —la regaña Riven—. Ella no está maldecida, solo tuvo un poco de mala suerte.

—La verdad es que sí creo que estoy maldita —suspiro—. No dejan de pasarnos cosas raras.

—No, no dejan de pasar cosas raras, pero al menos ya nos podemos ir —dice Leif, apareciendo con uno de los policías.

El hombre está más tieso que una piedra de las montañas y tan pálido como si no le hubiera dado el sol en siglos. Sé que ese no es su color real, porque hace rato lo vi y su piel era bronceada.

Leif seguro los amenazó. Por desgracia, no puedo saberlo con certeza, ya que las paredes de este lugar están insonorizadas y solo se escucha lo que ocurre dentro de la misma habitación. O, en mi caso, el pasillo de las celdas.

—Ya se puede ir —murmura el tipo.

—Agradezco la cooperación —dice Leif, sonriendo con ese tono que me despierta sospechas.

—Leif, ¿qué…?

—Vámonos de aquí —me corta, dejando atrás su actitud socarrona.

No discuto. Aunque me da miedo salir y toparme con ese desconocido compañero, más miedo me da quedarme aquí sin poder evitarlo o prepararme. Tal vez hasta sea uno de los policías que, por obra del cielo y la misericordia de la diosa, no vino a trabajar o terminó su turno.

Leif conduce tranquilamente de regreso a casa, pero yo no consigo calmarme. Presiento que me espera una conversación extraña con él con respecto al enorme choque que tiene en su auto.

Mi hermano no es precisamente conocido por sonreír mucho, pero en este corto trayecto ya lo he visto sonreír más de tres veces y, cuando paramos a poner gasolina, hasta se le escapó una pequeña carcajada.

—¿Me vas a decir qué te pasa? —pregunto al entrar en su oficina, después de dejar a mis pulgas jugando con sus cosas nuevas—. Estás demasiado risueño y eso nunca es buena señal.

—Solo me hace gracia —responde, mirándome de arriba a abajo.

—¿Qué tengo?

—Mmm… No, la seda no es lo tuyo —murmura Leif, como si hablara consigo mismo—. Te verás mal en ella.




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