*Devian*
—¿Y? ¿Qué tal todo? ¿Han recibido los regalos? —le pregunto a Bartosz, que me mira extrañado porque no disimulo mi interés.
Para nadie es un secreto que las mujeres siempre me han fascinado y que quiero tenerlas a mi alcance, pero Eden Moonstone tiene algo que simplemente no tienen las demás. Y no me refiero a sus largas piernas, a esa infartante retaguardia, ni tampoco a esos labios y ojos cautivadores.
Bueno, sí, algo hay de eso, pero lo más importante es que nadie me ha retado como ella, como si me deseara y me rechazara al mismo tiempo.
Tampoco es que ninguna me haya dicho que soy su destinado.
No sé qué signifique eso exactamente, pero debe ser importante, algo que nos ata más allá de la simple atracción.
—Han aceptado los regalos, como es natural —responde Bartosz tras aclararse la garganta—. Solo los que son para los niños y su hermano.
—¿Y los de ella? —frunzo el ceño.
—Esos fueron devueltos, señor. No fueron de su agrado.
—Maldita sea —mascullo, golpeando el descansabrazos con fuerza.
No, no me puedo sentir mal. Es una mujer caprichosa, que quiere hacerse la difícil nada más. ¿Cómo no van a gustarle las joyas y los exquisitos vestidos que le envié?
—Por lo que pude ver, a ella no le va mucho la moda cortesana —comenta para consolarme—. Se le ve más… austera.
—¡¿Austera?! —le grito, haciendo que él se encoja y tiemble—. ¿Acaso no viste lo hermosa que es?
—Mmm… Bueno…
—No, ni respondas —lo corto, furioso—. No vaya a ser que te arranque la cabeza.
—No, no, por favor —ruega, llevándose las manos al cuello—. La señorita Moonstone es muy bella, objetivamente hablando, pero no la veo como…
—Ten cuidado con lo que dices —le advierto—. Pero sí, tienes razón, es más que bella.
—Tiene que serlo, no ha parado de pintarla.
Suspiro al recordar mi más reciente pintura, una que no quiero que nadie vea por lo retorcida que es. Lo que sí he dejado que Bartosz vea son aquellos dibujos en donde solo sale su rostro.
—¿Crees que sea buena idea que le regale un retrato? —murmuro—. Dicen que esos detalles enamoran.
—¿Dónde escuchó eso, Su Majestad? —frunce el ceño.
—No lo sé, me lo acabo de inventar —me encojo de hombros—. Aunque yo me sentiría muy halagado si alguien me pintara.
—Sí, yo creo que puede ser una buena idea —asiente, relajando el cuerpo, pero se vuelve a encoger cuando me levanto del trono.
—No te haré nada —le gruño—. Bueno, todavía no. Tráeme la mejor de las pinturas, la del pueblo donde vive mi prima.
—Sí, enseguida.
—Por cierto, ¿cómo va el asunto?
—Sin novedades por el momento, Su Majestad.
—Bien, retírate y consigue lo que te pedí —suspiro, volviéndome a sentar.
—Le recuerdo que debe reanudar las reformas que…
—Nada de eso hasta que no vuelva a ver a Eden —lo interrumpo—. No puedo concentrarme, no sin antes arreglar mis problemas.
Bartosz se va sin decir nada más, haciéndome sentir aliviado.
Me quedo un rato más en la sala del trono, pensando en técnicas de conquista más afectivas y menos prepotentes. No soy cualquier idiota que piensa que puede conquistarla con joyas, ropa o fragancias que ni siquiera necesita.
En realidad, cuando la tenga cerca, la ropa no le servirá, las joyas le estorbarán, y ninguna fragancia podrá compararse con su aroma natural. Bastaron unos minutos a su lado para que quedara completamente extasiado y prendado.
—Ya vas a caer, Eden —murmuro entrelazando los dedos—. Ninguna mujer se me escapa, mucho menos si es la única con la que funciono.
***
*Leif*
Nunca pensé que aquel aparato enorme, que solo pedí por hacerle una broma al rey, terminaría uniéndome más a mis hijos.
Con Dean juego carreras; con Riven ya tengo un récord eliminando soldados; y con Lunaire, poco a poco, aprendo a no romper las guitarras mientras tocamos.
Mis hijos son problemáticos y muchas veces no tengo idea de cómo adaptarme a ellos ahora que están aquí, pero si alguien me dijera que otro debe cuidarlos, mi respuesta sería un rotundo no.
—Creo que fue mala idea rechazar todos los regalos que el rey envió para ti —le digo a mi hermana, que sigue revolviendo el armario tratando de decidir qué ponerse para la fiesta del rey—. No tienes vestidos.
—Eso se resuelve fácil con tu tarjeta de crédito —sonríe—. Aquí el señor millonario eres tú.
—No tengo problema en que la uses, pero sí en que la ciudad quede lejos y nos retrasemos. ¿O acaso quieres llegar después de mí y los niños? —le pregunto con una ceja arqueada.
—Por supuesto que no. Antes me pongo un saco de papas que permitir…
—Bueno, tengo un saco de dormir que combina con tu tono de piel, hermanita —me burlo—. O las granjas vecinas podrían prestarte un saco de pienso, aunque te vas a manchar.