Los cachorros perdidos del alfa cruel

Capítulo 27: Que gane la mejor perra

*Eden*

Es la segunda vez que entro al palacio, pero sigue sin dejar de impresionarme, sobre todo cuando las luces blancas iluminan el sendero y el camino que conduce hacia él, tras dejar atrás la glorieta donde Leif estacionó.

Hay hermosos arreglos florales por todas partes, y la gente parece tan distinguida que no puedo evitar sentirme fuera de lugar.

¿Qué obsesión tienen todos por la seda?

—Ojalá la fuente fuera de chocolate —dice Dean, volteando hacia atrás por décima vez—. ¡Es aburrido que sea de agua!

—Si fuera de chocolate, nadie entraría a la fiesta —responde Riven con una mirada de fastidio.

—Seguro que hay fuentes de chocolate allá dentro —murmura Lunaire, quien va tomada de la mano de Leif, que parece alerta a todos los peligros.

—¿Te pasa algo? Pareces ansioso —le digo, bajando la voz.

—No sé… me siento muy extraño desde hace algunos minutos —responde en voz baja, como si temiera que alguien lo escuchara.

Bueno, no es que nos vayan a oír. Los humanos le tienen miedo y no son capaces de captar nuestros susurros. Yo sí puedo escuchar sus conversaciones, pero son tan poco relevantes que mi cerebro las filtra automáticamente.

—Bueno, el chisme de esa humana que planea seducir al rey hoy no está nada mal —me dice Niamh, con un tono entre jocoso y molesto.

—¿Qué? —suelto con brusquedad, y Leif frunce el ceño al instante.

—Lo que te dije, que me siento extraño.

—No, no, es que Niamh está inventando chismes —gruño, ignorando el dolor en mi estómago—. Chismes de mal gusto, por cierto.

—No son chismes, querida. Es la mujer de azul, la que está a varios metros de nosotras. Acaba de decir que se le meterá en la cama otra vez.

Una ira infernal me estalla en las venas. Siento unas ganas enormes de agarrar esa cola de caballo rubia, girarla y lanzarla colina abajo.

—Oye, no te vayas a transformar aquí —susurra Leif, que ahora está detrás de mí, sujetándome por los hombros—. ¿Qué te pasa, Eden?

—Esa rubia de allá es otra de las conquistas de ese papanatas que tenemos por rey —farfullo, sacudiéndome con rabia.

—Tía, tienes que calmarte o nos van a echar —me dice Riven—. No puedes transformarte aquí.

—No lo haré —sonrío—. Seré una perra esta noche, pero no con pelos.

Mis pulgas ladean la cabeza, mirándome confundidas.

—Pero somos lobos —susurra Lunaire, rascándose la parte posterior del cuello.

Pobrecita, el vestido le debe picar mucho.

—No le hagan caso a su tía —les pide Leif—. Es solo que está celosa y no quiere admitirlo.

—¡¿Yo, celosa?! —me río—. Pero claro que no. Es más, estoy encantada de estar aquí y emocionada con la idea de conocer hombres apuestos. Los humanos tienen demasiado encanto.

Al reanudar nuestro camino, sigo escuchando las habladurías de esa tipa y la que parece ser su madre. Sin pelos en la lengua, le cuenta todo lo que planea hacerle al rey, y cómo este le ha dicho que le encanta. Me encantaría ser experta para saber si miente, pero al parecer no es así. Ella está segura de sí misma, y yo estoy encabronada a más no poder.

Ese rey me las va a pagar. Ni siquiera va a poder funcionar y yo sí, yo podré hacerlo todo con cualquier hombre guapo que se deje seducir por mí.

—¿Qué piensas hacer, Eden? —me pregunta mi hermano, tomándome del brazo al notar que camino con esos pasos prohibidos que llaman la atención de todos y aceleran corazones—. Por Dios, ¿quieres que nos cuelguen o qué?

—El único colgado será otro —sonrío maliciosamente—. Sí, sí… querrá lanzarse desde la torre más alta cuando esa rubia no le despierte ni un mal pensamiento.

—Eden, todos los que están en esta fiesta son altos funcionarios. No te atrevas a hacer un escándalo, ¿me entendiste?

—¿Quién habló de hacer escándalos, querido hermanito? —digo sonriendo, aunque tenga ganas de devorarme a media fiesta.

—Eden, creo que deberías hacerle caso a tu hermano —me susurra Niamh—. Mejor busca a Devian y arregla las cosas. Ya me estás dando miedo.

«Y la loba eres tú», le digo con ironía.

Niamh me responde algo entre gruñidos, pero la ignoro y dejo atrás a mis acompañantes mientras me alboroto la melena. Los hombres en la entrada, incluso los guardias, me clavan la mirada.

En la recepción ocurre lo mismo. Mi figura, ataviada con un elegante vestido rojo, atrae todas las miradas. Los murmullos y los corazones acelerados me aturden un poco, pero mantengo mi expresión segura mientras analizo a todos los hombres de la estancia, buscando si alguno me gusta.

Un rubio, entre un grupo de hombres con la boca abierta de par en par, llama mi atención. Me está mirando, pero con actitud arrogante, fingiendo indiferencia.

Obviamente, está mintiendo. Su corazón late más deprisa que el de los demás. Sin leerle los pensamientos, puedo asegurar que ya se imagina que me tiene a sus pies, que me romperá el corazón y luego se dará cuenta de que quiere más conmigo. Probablemente ya le puso nombre a nuestros dos hijos. Sí, es mejor tener dos que diez con el rey promiscuo.




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