*Leif*
Después de que el rey se lleva a mi hermana, los guardias reales apresan al rubio al que ella se dirigía. Patalea, suplica que lo suelten y clama piedad, pero lo ignoran y se lo llevan al que supongo que es el calabozo.
Bueno, al menos vivió más de quince años…
—Hijos, no vean…
Al voltear hacia donde dejé a mis cachorros, me doy cuenta de que ya no están. Antes de entrar en pánico, giro sobre mí mismo, buscándolos entre las faldas de las invitadas o en la mesa de postres, pero simplemente se fueron sin que me diera cuenta.
¡¿Qué clase de mal padre soy?!
Una angustia asfixiante me oprime la garganta. No puede ser que los haya perdido. No, a ellos no. No lo toleraría.
Algunas mujeres, sin saber quién soy, intentan detenerme, pero las ignoro a unas y fulmino con la mirada a otras, que huyen despavoridas. Sin embargo, la fiesta continúa como si nada estuviera pasando.
—¿Está buscando a unos niños? —me pregunta un camarero—. Los vi dirigirse hacia el jardín.
—¡Muchas gracias! —exclamo.
Corriendo lo más rápido que puedo —y cuidando de no atropellar a nadie en el proceso—, salgo a los enormes jardines, dispuesto a destruir cada arbusto y talar cada árbol con tal de encontrar a mis hijos.
—¡Niños! —grito desesperado, al borde de un ataque de ansiedad, de esos que no he tenido desde que ellos llegaron a mi vida.
Me detengo en seco al bajar los escalones. Ese olor…
—Raisa… Raisa —jadeo, olfateando como un loco—. Mis hijos… mis hijos.
Me doy pequeños golpes para intentar despejar mi cabeza de ese aroma adictivo. No puede ser ella. Seguramente es un engaño, alguien les está haciendo daño a mis hijos.
Ignoro el aroma que me va a perseguir hasta el día en que deje de existir, y trato de rastrear a mis hijos, pero no lo consigo en al menos veinte minutos. Desesperado, me dejo caer de rodillas, gruñendo, con tanto dolor que quiero arrancarme el corazón y ofrecerlo, con tal de no perderlos.
—¿Dónde están? No se pierdan, son míos, mis cachorros, lo único que me queda en esta vida.
Me detengo un momento a tratar de respirar. Ese aroma sigue inundando mi nariz y empieza a exasperarme porque es una cruel ilusión.
De pronto, escucho débiles sollozos… y tres latidos que reconozco muy bien.
—Mis cachorros —murmuro.
Al cruzar las tierras de cultivo, me encuentro frente a un invernadero con paredes de cristal y techo en forma de cúpula.
—Niños… niños, por favor…
Para mi enorme alivio, los encuentro al fin en la puerta del invernadero. Están sentados en el suelo, llorando abrazados.
—¡Niños! —grito, corriendo hacia ellos con el alma a punto de salirse del pecho.
Mis hijos no se levantan, pero me sonríen y me extienden las manos cuando me arrodillo frente a ellos.
—¿Por qué se fueron? —pregunto, tratando de que mis palabras no suenen como reproches—. ¿Hice algo mal? ¿Les dio miedo lo que pasó con Eden? Les aseguro que ella está bien, no se…
—No, papá, no es nada de eso —me interrumpe Lunaire, la que tiene los ojos más hinchados—. Perdónanos, pero teníamos que venir aquí.
—¿Por qué? ¿Qué fue lo que pasó? —insisto.
—Llegamos en luna llena… ¿lo recuerdas? —me pregunta Riven.
Asiento, aunque no estoy del todo seguro. Dejé de darle importancia a las fases de la luna cuando ella se fue de mi vida, cuando sembré el terror entre los míos. Ya no me regí por sus leyes ni sus designios, sino por mi instinto, mi sed de venganza y mi dolor.
—Y con la luna llena nos iremos —continúa Dean.
—No, no… no se pueden ir —suplico, aferrándome a las tres pequeñas manos que tengo entre las mías—. No me pueden dejar, son lo único que tengo. ¿No querían enseñarme a ser mejor? ¿Por qué me dicen esto?
—Es que las cosas cambiaron, papi —me responde Lunaire—. Tendremos que irnos, ya no hay nada que podamos hacer.
—¿De qué me están hablando?
—Disfrutemos estos días que nos quedan, papá —me pide Riven—. Queremos una gran cena en Navidad, jugar contigo, que…
—No… ¡de ninguna manera se van a ir! —les grito mientras los envuelvo a los tres entre mis brazos—. No se irán. Me niego.
Los tres comienzan a sollozar, con el rostro hundido en mi pecho. Nuestros corazones, aunque son cuatro, laten al mismo ritmo desenfrenado por la angustia de separarnos.
—No se irán, no se irán —musito—. Los cuidaré de lo que sea que esté pasando, aunque no me lo digan.
—Pero…
—No, Dean… no —lo interrumpo—. Son míos, mis hijos. Nadie los va a separar de mí. Nunca.
—No podemos separarnos de Lunaire, papá —me dice Riven—. Es ella la que tiene que irse, pero si ella se va, vamos con ella.
—¿Por qué? ¿Por qué, hija? ¿Qué tienes? ¡Dímelo!
—Tengo una marca solar —me explica mi pequeña, girándose para apartarse el cabello del cuello.