Los cachorros perdidos del alfa cruel

Capítulo 32: Él la traerá de regreso

*Eden*

Después de que regresamos a casa, mis pulgas y yo no dejamos solo a Leif en ningún momento. No es que me guste ser la sirvienta de nadie, pero después de lo que hizo, quiero atenderlo y que no tenga que esforzarse en nada.

—Eden, no es necesario que me des de comer —me dice Leif—. Lo que hice no fue…

—Lo fue todo, hermano —lo interrumpo—. Y no protestes, que esto quedó muy bueno.

—Mmm…

—No lo hice yo —me río—, pero igual pedí lo que te gusta, lo blando.

—Me gusta más la carne —gruñe—, pero…

—No, no puedes comer carne, papi —protesta Lunaire—. Te vas a lastimar más la boca.

—Y ya no tienes muelas para morder —le recuerda Dean, tratando de no reír.

Leif hace una mueca. No es que se note a simple vista que le faltan varias piezas dentales, pero cuando habla mucho sí se ve gracioso.

—Ojalá que te vuelvan a crecer —susurra Lunaire, acurrucándose contra su cuerpo—. No me perdonaría que…

—No quiero que digas esas cosas —la interrumpe Leif—. Así tuviera que perder todo mi cuerpo, te salvaría sin pensarlo, ¿de acuerdo?

—Sí, pero te prometo que ya no voy a reaccionar así.

—Debimos decirle al doctor lo de la marca solar —masculla mi hermano, angustiado—. Tal vez…

—No sé si sea buena idea —niego con la cabeza mientras intento darle una cucharada de sopa—. Esto es algo tan raro que podría poner a la gente en alerta.

—Las opiniones sobre nosotros no son muy buenas —dice Riven, sentado en el alféizar de la ventana—. Creo que la gente va a querer que nos eches si se enteran de la marca de Lunaire.

—¿Por qué me tenía que salir eso? —solloza mi niña—. Yo no me he portado mal.

—No, no es por nada que tú hayas hecho —le aseguro—. No tengo idea de por qué aparecen esas cosas, pero te juro que tú no tienes la culpa.

—Tranquila, nadie te llevará y se te quitará, ¿sí? —trata de tranquilizarla Leif—. ¿Confías en papá?

—Sí —responde Lunaire con voz temblorosa pero decidida—. Confío en ti, pero no quiero que vuelvas a lastimarte.

—Te prometo que me esforzaré para no hacerlo.

Mi pequeña suspira y por fin se relaja, así que lanzo una mirada de aprobación a mi hermano.

—¿Por qué no pensamos en Navidad? —propone Dean de repente—. Sé que no nos harán falta regalos, pero podemos preparar una cena especial. Siempre he querido que tengamos una.

—¿Nunca cenaron en Navidad? —pregunta Leif, desconcertado.

—No alcanzaba el dinero para una buena cena de Navidad —respondo con sinceridad—. Hacía lo que podía, pero casi siempre algo lo empañaba. El mundo humano es un poquito conflictivo.

Mis pulgas asienten con tristeza. Leif suspira, pero en lugar de mostrar melancolía, en sus ojos brilla la determinación.

—Pues bien, traigan sus cuadernos, que vamos a comenzar a planear la mejor Navidad de todo el mundo.

—¡Sí!

—Lo que deberíamos planear es su educación. Ese tema…

—Es demasiado tarde para que se incorporen a una escuela. Hablemos el próximo año —me dice Leif—. Además, dijiste que les enseñas en casa.

—Sí, pero…

—Queremos descansar un poco, tía Eden —me pide Lunaire con un puchero—. Quiero estar con papá un poco más.

—Está bien, cariño —asiento—. Tienes razón. Es mejor aprovechar el tiempo.

—Eden, ¿podemos hablar a solas? —me pregunta Leif—. Niños, pueden ir a buscar a Kevin, está en el jardín.

—Pero no queremos dejarte —protesta Riven—. Dijimos que te íbamos a cuidar.

—Sí, pero necesito de verdad hablar con su tía —insiste mi hermano, y siento que se me encoge el estómago.

Me va a preguntar por mi investigación, estoy segura. Lo peor es que no puedo mentirle, porque él mismo se encargará de averiguarlo.

—Y más vale que no escuche sus corazones —sigue advirtiendo—. Esta es una charla seria entre su tía y yo.

—Sí, papá —dicen los tres al mismo tiempo.

Leif y yo sonreímos ante su tono complaciente.

—Ten mucho cuidado, mi preciosa —le digo a Lunaire—. Chicos, cuídenla. Confío en ustedes.

—¡Sí, tía Eden! —exclaman emocionados.

Leif y yo permanecemos tensos hasta que dejamos de escuchar los corazones de nuestras pequeñas pulgas.

—Tengo miedo de que se escapen —dice, nervioso—. ¿No crees que lo hagan?

—No, Leif. Mis pulgas son traviesas, pero en este momento harán lo que les digamos. Son conscientes de la gravedad de la situación.

—Bien —asiente—. Ahora sí, Eden, dime todo lo que sepas. ¿Qué le pasa a mi hija?

Trago saliva ruidosamente. Mi estómago duele todavía más, y Leif se da cuenta de eso.

—¿Es algo muy grave?




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