-No te quiero en mí casa.
Papá dijo sin tapujos lo que pensaba. O mucho más que eso: lo que tenía que hacer. En su casa. Fue más que claro. Esa casa donde crecí y viví, nunca fue mí casa. Jamás. Por lo tanto las personas con las que crecí y viví, nunca fueron mi familia.
Y no es fácil para un niño crecer sin una familia.
No es fácil para nadie.
-Entonces, ¿dónde quieres que vaya?-le pregunté a papá.
Él pareció ignorarme y salió de la sala llamando a mi madre:
-¡¡Celineeee!!
Y se encuentra con ella en un santiamén como quien ha estado escuchando detrás de una puerta.
Eso es Celine, ven, dile lo que él quiera escuchar, haz lo que él quiera hacer. Porque eso es lo que vales en tu fantasía: nada. Nada vales, Celine. Nada vales y me dueles, me desgarra que así sea.
-Sólo una cosa te pido-decretó-: Encárgate de que este... chico, no esté en mi casa por la noche. Encárgate de que desaparezca y no lo vuelva a ver hasta que se enderece. Hasta que sea un hombre. No quiero un loquito de mierda en mi casa.
Ni siquiera es la casa de ellos dos. Es la de él. Porque es quien trae el dinero a su casa, quien paga el alquiler, quien compra la comida, quien hace algo que realmente vale la pena. Lo que él hace es lo que único que tiene validez, lo que tiene importancia.
Al ser su casa, también son sus reglas.
Y en sus leyes figura que ningún "loquito de mierda" puede vivir bajo su techo.
Que use esa expresión para referirme a mí surca una herida vieja, antigua dentro de mí. No hace nada nuevo. Sólo sigue cavando con profundidad donde lleva tiempo sangrando.
-¡¿Estamos?!-grita.
Mamá está al borde de hacerse respetar o decirle "Estoy harta de ti", de modo que no puede salir de su cómodo margen por lo tanto opta por escapar de la habitación.
Papá queda hablando solo hasta que se da cuenta de esto.
Me mira exasperado y no encuentra en mí un colega con quien seguir su diálogo escabroso. No encuentra un hijo, ni siquiera una persona cualquiera a quien respetar.
Mi mirada es desafiante, ya no le tengo miedo, no queda mucho por perder, tampoco quiero seguir en su casa. Más de una vez he imaginado que estar en cualquier sitio diferente a este será mejor pero no puedo evitar imaginar qué tan terrible sería el mundo de afuera. Basta con conocer al montón de idiotas de mis compañeros de instituto: ellos me torturaron desde el primer día y nadie se compadeció. Nadie. Los adultos sólo resultaron un puñado de entes dedicados a un trabajo que odian y a un salario indecente. Después de todo me expulsaron de mi casa porque fui expulsado de mi instituto. De esta manera siempre resolvieron los problemas en el mundo donde vivo (oh, aguarda un momento, ¡es el mundo en que todos nosotros existimos!): desechando lo que molesta, lo que trastorna, lo que resulta demasiado extraño como para que merezca ser atendido. Mejor eliminar el síntoma antes que ocuparse de él.
Mejor eliminemos a Jimmy antes de escuchar sus demonios.
La abuela me recibe con un entusiasta abrazo puesto que hace dos veranos o más que no nos vemos, mientras que el abuelo despega la mirada de la televisión para saludarme. Luego vuelve sus miopes ojos a la carrera de caballos purasangre.
Lanzo mi maldita valija con mis malditas cosas a un costado del suelo y saco mi portátil de su estuche para que este no la moje; y en el momento que me echo atrás la capucha, la abuela me mira consternada y toma mi rostro en sus huesudas y venosas manos.
-¡Dios santo, qué te ha sucedido en ese ojo!-exclama asombrada y el abuelo vuelve a mí su mirada.
-Es un ojo morado, buena pelea muchacho.
-Quisieron asaltarme y me resistí. -Diablos, qué terrible mentiroso. ¿Puedo seguir? Anda muchacho, tú puedes-. De todos modos, el otro tipo tampoco quedó intacto.
Muy bien, excelente.
Aunque no es tan falso el dato: se me viene a la cabeza la imagen de cuando recibí el puñetazo y mis gafas se hicieron añicos sobre el puño del otro sujeto.
-Así se hace-señala el abuelo desde su sillón.
-No digas eso, Ernie. Él no debe responder con más violencia a la violencia-mi abuela tiene demasiadas frases armadas en su cabeza.
-Patrañas, Susan.
Ella da un bufido y se va en busca de hielo, lo coloca dentro de un trapo y me señala un sillón.
-Toma asiento, Jimmy.
La enfermera de mi otro instituto ya había optado por el hielo y fue quien me bajó la hinchazón en un principio, pero no podía negarme ante mi abuela. Tomo asiento donde Susan me señala y le dedico una fingida media sonrisa en modo de agradecimiento. Ella me coloca el hielo y a pesar de que trato de esquivar su mirada, durante un segundo cruzo con sus ojos color miel, al igual que los de mi madre, tal cual los míos.
-Pero no te muevas-me dice con tranquilidad.
Ese es otro atributo de ella. La paz que despide por los poros se siente con fortaleza en el aire y puede que mi estadía en casa de los abuelos sea más tranquila que los gritos y la atmósfera densa de casa de mis padres. Al menos así parece ser puertas adentro, sólo espero que afuera, en el instituto nuevo también pueda tener un poco de paz.
Percibo algo de rechazo ante el frío del hielo y al recuerdo terrible que esta sensación me trae (cuando la enfermera me atendió luego de la golpiza) pero me acostumbro. Sólo un instante, debido a que de un momento a otro Susan me indica:
-Ya quedó, pero espera.
Mi abuela se dirige hasta un mueble y trae un frasco pequeño con ungüento. Me lo frota por la mejilla y el ojo morado, luego me da un beso en la frente terminando por despeinarme con la palma de su mano. La falta de costumbre al amor me hace mal.