Los Colores de Jimmy

Capítulo 8

—¡Heeeey! ¡Cuidado con el balón!

La advertencia me llega a tiempo para darme la vuelta y agacharme.

El balón sigue su curso a una velocidad que de haberme dado en el rostro tal cual venía, podría haberme sacado un ojo o roto la nariz.

Escucho las risas de los deportistas que se divierten en el estacionamiento.

Uno de ellos corre en mi dirección y me golpea un hombro.

—¡Buenos reflejos!

Distingo su voz y suelta una carcajada plagada de burla; lo cual constato cuando uno de sus amigos le dice:

—¡Lo hiciste a propósito, Francis! Eres bueno, eh.

El idiota en cuestión busca el balón y vuelve donde sus amigos.

Por mi parte sigo mi camino en busca de alejarme lo antes posible de estos animales... Me pregunto si habrá sido uno de ellos quien me escribió. Ojalá hubiese visto la cara de algunos para corroborar si era compañero mío en el viejo instituto.

Trago saliva algo intimidado por el extraño suceso que acabo de tener y me dedico a hacer un balance mental sobre mi primer día de escuela: al parecer tengo algo parecido a «amigas», cuales son Britt, mi vecina a quien ya conozco desde la noche que me la crucé en nuestro vecindario. Meredith, cuyos ojos negros como el carbón y me miran de modo intimidante (casi como si hablasen por sí solos y dijesen «tu pasado y tus secretos durarán poco»). Finalmente, Jena, por quien llevo el fuerte deseo de no haberla atraído de ningún modo.

Intento salir del estacionamiento y subo al reborde de concreto para no ser atropellado por algún loco desquiciado fuera de control o alguien que acaba de aprender a maniobrar con su carro nuevo y bonito. Pero antes de retirarme, noto que mis ojos se cruzan con otros y me sostienen la mirada...

Es él. El bailarín de música disco. A lo largo del día escolar me enteré por casualidad de las formaciones en el equipo de futbol y supe que es nada menos que el mariscal de campo.

Y no es difícil suponer las probabilidades nulas de que sus compañeros conozcan su fascinación por bailar Disco, no obstante cuando lo vi en su casa, no parecía estarlo pasando nada mal.

Ahora está ahí, afirmado en una Sprinter negra y moderna—cual creo haberla visto en el garaje de su casa—, sin quitar sus ojos amenazantes de encima de mí, y yo sin poder desviarlos tampoco.

Me está observando.

Seguramente ideando un plan para saber mi pasado y destruirme porque yo sé que a él le apasiona bailar y algo así en el mariscal de campo, no sería bien recibido por el resto de los estudiantes.

Diablos, él tendrá tiempo de sobra durante mi estadía para poder averiguar de dónde vengo y quién realmente soy. Un año. Doce meses para destruirme.
 

 

 

—¿Qué tal el instituto?—pregunta mi abuela.

—Bien, supongo—digo mientras me meto una patata asada a la boca durante la cena.

Me he pasado a ver los trajes en las tiendas y no considero hacerles gastar el valor de esas prendas a mis abuelos, por lo que les hago saber la decisión que tomé por la tarde:

—Voy a empezar a trabajar.

La abuela me mira sorprendida, pero el abuelo sigue entusiasta en querer desarmar una patata para sacarle el queso derretido.

—Ay, cielo, no puedes trabajar—me dice Susan—. A tu edad, lo que debes hacer es estudiar. Además le confié a tu madre que me encargaría de que lleves fabulosamente bien tus calificaciones.

—Yo a su edad trabajaba como esclavo y por monedas—comenta el abuelo, en cambio ella lo fulmina con la mirada.

Sonrío con intención de apaciguarlos.

—Es sólo un trabajo de medio tiempo, abuela. No me impedirá estudiar ni dejar el instituto.

—Opino que está bien—dice el abuelo con la boca llena de una buena ración de queso.

—Pero nadie te pidió que opines, querido. —La abuela no pierde la calma.

Si hay algo que mamá heredó de ellos es precisamente eso: su tranquilidad. Aunque ella lo sacó en una dosis duplicada puesto que su capacidad de mantenerse al margen siempre, es increíble. Y si hubo algo que no heredó fueron las ganas de dar a conocer su opinión: ella nunca la da en absolutamente nada. Papá dispone por mamá y esto me avergüenza hasta a mí mismo, en determinadas ocasiones.

—Dime, cielo—Susan se vuelve a mí—. ¿Qué quieres comprarte que necesitas el dinero con tanta urgencia?

—Necesito un trabajo, abuela...

—Dime.

—Algo bonito para el Baile de Bienvenida—le suelto cabizbajo.

El abuelo me mira entrecerrando los ojos, pero luego de un instante vuelve la mirada a las patatas con queso.

—¿Tu madre no te compraba ropa formal, cielo?—me pregunta la abuela.

Y yo niego con la cabeza pero añado:

—No porque no quiera ella sino porque yo jamás tenía la oportunidad de usarla. No suelo asistir a eventos ni a bailes.




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