Los Espejos Blancos

El día antes: 23 de junio de 2031

El viento mordía la piel a pesar del equipo de protección. El cielo, de un azul glaciar, se extendía sin nubes sobre el glaciar. Audra estaba arrodillada junto a uno de los sensores, verificando por última vez los datos registrados. A su alrededor, los filos afilados del hielo estriaban el horizonte, testigos del retroceso dramático que ella y su equipo acababan de cartografiar.

— Quinta baliza replegada —anunció por su micrófono—. Cerramos en veinte minutos.

Se incorporó lentamente, los músculos fatigados por la caminata sobre el hielo vivo. El cansancio se mezclaba con una satisfacción discreta: seis semanas de mediciones intensas, registros valiosos para comprender la evolución rápida del permafrost canadiense. Pensó en su regreso a Innsbruck, en los análisis por venir.

Pero un grito rompió el silencio cristalino.

— ¡Audra!

Se giró. Matthew bajaba corriendo por una pendiente, las raquetas golpeando contra el hielo.

— ¡El Katla! ¡Ha entrado en erupción! Catastrófica, según los primeros datos. Acabo de recibir la alerta del Met Office.

Frunció el ceño.

— ¿El Katla de Islandia?

— Sí. Columna eruptiva de más de veinte kilómetros, descarga electromagnética registrada hasta Noruega. Todos los vuelos transatlánticos suspendidos.
Audra sintió que una bruma de angustia la invadía.

— ¿Quieres decir que nuestro vuelo de mañana…

— Cancelado. Hasta nuevo aviso. Tenemos que encontrar una forma de volver. Tal vez vía Anchorage o por el sur. Todo depende del desplazamiento de la nube.

Miró el horizonte pálido, el silencio del glaciar resonando como una espera suspendida.

El sol descendía lentamente sobre las mesetas rojas del desierto, proyectando sombras largas sobre los cañones. Alex avanzaba con paso medido entre las piedras sagradas, un cuaderno en la mano. El chamán que había conocido dos días antes le había contado una leyenda particular, demasiado antigua como para tener nombre. Un mito que hablaba de “un grito en el hielo y una bestia negra venida del cielo, que hasta los Antiguos habían olvidado”.

Se había sentido extrañamente implicado. Como si la leyenda hubiese estado esperando su llegada.

Sentado a resguardo bajo una roca, consultó sus notas. Los símbolos grabados en la estela, la palabra repetida una y otra vez —Dzil Ná’oodiłii, “la montaña que se mueve”— aparecían con una frecuencia inusual. Alzó la vista hacia los montes Chuska, como si la tierra misma fuera a hablarle.

Su teléfono vibró.

Sorprendido —la señal era débil allí—, lo sacó de su chaqueta.

Una sola frase apareció en la pantalla, sin remitente, como una notificación caída de la nada:

“Erupción masiva del Katla. Circunstancias incoherentes. Regresa a Darwin.”
Alex sintió una inquietud sorda.

Alzó la vista. El viento se había levantado y los cuervos volaban bajo.




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