Los Espejos Blancos

2 - Espejo Blanco comprometido . Objeto fuera de fase.

Dinamarca — Ola de congelación absoluta

Región afectada: Selandia, Jutlandia Oriental, Fionia

Fenómeno: Temperaturas extremas (-44 °C), congelación del litoral marino, silencio total.

El frío había llegado sin aviso, seco, sin copos ni viento.

Las aguas del estrecho del Gran Belt se inmovilizaron en una sola noche, y el aire se volvió cristal invisible.

Las ciudades se apagaron no por falta de energía, sino por implosión interna: las tuberías estallaron, las puertas metálicas se agrietaron.

Los cuerpos fueron encontrados con los ojos abiertos, cubiertos de una escarcha fina que parecía venir desde el interior.

Algunos edificios conservaban aún, en los cristales, marcas de manos congeladas en un último intento de escapar.

No es un frío normal. No es el aire... somos nosotros. Es dentro de nosotros que se congela. Todo cruje. Vi una ventana quebrarse sin sonido. La gente en la calle ni siquiera cae. Se congelan. El silencio es tal que uno oye moverse sus propios ojos. Las casas respiran al revés. Mi aliento ya no sale. Se queda dentro. Y creo que voy a…”

— Último mensaje de voz recuperado de un teléfono hallado en un guante cubierto de escarcha.

Lugar de exploración: Valle de Planina, al norte del Triglav

Coordenadas aproximadas: 46°15’N – 14°30’E
Altitud: 1450 m
Enero de 2033

El valle se abrió sin previo aviso.

Entre dos paredes de caliza surcadas de escarcha, una brecha blanca devoraba el cielo como una mandíbula. El bosque había desaparecido. Solo quedaban troncos desnudos, siluetas grises inmóviles sobre la nieve antigua.

El aire, aunque inmóvil, vibraba con un silencio demasiado denso.

Audra Arolo caminaba al frente, la mochila pesada entre los omóplatos, los guantes endurecidos por el hielo. El equipo técnico la seguía a distancia: dos operadores de la Central, en silencio, y un geólogo temporal que arrastraba los pies desde la última pendiente.

Nadie hablaba desde hacía una hora.

No había nada que decir.

La garganta no producía eco, ni viento.

Incluso sus pasos parecían absorbidos por la capa helada.
Solo el crujido regular del sensor portátil de Audra osaba romper el mutismo: una pulsación sorda, irregular, que se aceleraba desde que habían cruzado la cresta.

El sensor, compacto y sensible, era un prototipo de la Central: cruzaba en tiempo real las variaciones de temperatura, campo magnético y presión acústica. No localizaba un fenómeno específico, pero detectaba zonas de anomalía activa, allí donde las leyes físicas parecían perder coherencia.
Una herramienta experimental. Una apuesta por lo desconocido.

El mapa térmico indicaba un punto cálido bajo la roca, justo allí.
Un islote de incoherencia.

Audra sabía que su misión no era de rescate.

Demasiados días habían pasado desde el mensaje. Y sobre todo, no había sido dirigido al Centro.

¿Estarían solos?

La pregunta giraba en su mente, mezclada con otras: ¿Quién había hablado? ¿Era realmente una voz humana? ¿O algo que se le parecía?

Las palabras “Espejo Blanco comprometido” y “Objeto fuera de fase” flotaban en su cabeza.

Pero ¿cómo traducirlas realmente?

¿Qué querían decir? ¿Qué insinuaban?

Y ese ruido de fondo… un susurro discontinuo, entrecortado por chasquidos secos, como un latido codificado venido de otra parte.

Encontraron el repetidor al mediodía.

Un bloque metálico semi enterrado, inclinado contra una pared desnuda, parcialmente cubierto por un antiguo alud de nieve compactada.
El emblema descolorido de la OTAN aún era visible, justo encima de una trampilla oxidada por los años.

— Es él —murmuró Audra.

Uno de los técnicos se acercó, colocó sus manos enguantadas sobre la trampilla. Cedió sin hacer ruido, revelando un túnel corto, frío, que descendía hacia una cámara subterránea de equipos.

En el interior, todo estaba congelado.

La escarcha cubría las paredes, los cables, los teclados.

Pero las pantallas, contra todo pronóstico, vibraban con un halo verdoso.
Audra se acercó, limpió con el guante una de las pantallas cubiertas de escarcha. El terminal principal parpadeaba suavemente, en modo espera. Activó la consola manualmente: apareció una lista de archivos, algunos cifrados, otros corruptos.

Pero uno de ellos —un simple .txt— se abrió sin resistencia.

Un mensaje jamás transmitido, redactado algunos días antes.

No entiendo lo que oigo. No son señales. No son interferencias. Son palabras. O la idea de palabras. Repiten lo que pienso. No lo que digo. No exactamente. Cerré los ojos y la voz continuó. Conocía mi voz interior.
No puedo creer que sea real. Verifiqué los niveles. Los datos. Todo es estable. Todo es imposible. Aquí no hay nadie. Y sin embargo, me están escuchando.”

Bajo la nota, un intento incompleto de comando de envío. El emisor nunca transmitió aquel texto.

Audra se quedó inmóvil unos instantes. Luego consultó la memoria intermedia del repetidor. La última grabación de audio, transmitida tres días antes, estaba intacta. La voz. Las coordenadas. Todo concordaba.
— Transmitió desde aquí —susurró—. Suponiendo que sea un hombre. Pero la voz parecía femenina…

Audra recorrió la sala buscando la fuente de alimentación. Ningún generador visible. Ninguna conexión activa en el interior. El cable principal llevaba mucho tiempo cortado, roído por el hielo. Incluso los paneles solares exteriores, vistos al llegar, estaban cubiertos de escarcha y mal orientados.
— ¿De dónde viene la energía? —murmuró.

Volvió a la consola, se sentó frente al terminal, e introdujo su nombre de pila en la interfaz de usuario. Simplemente.

Luego pulsó “Enviar”.

Nada.
Sin respuesta, sin eco. El silencio, otra vez, pero más denso, más opresivo —como si la máquina esperara otra cosa. Como si esta vez la señal hubiera sido demasiado directa.




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