Los Espejos Blancos

3 - " ¿Soy yo quien está desapareciendo? "

Ubicación: Alta Silesia (sur de Polonia), en el límite de las antiguas cordilleras de los Sudetes
Coordenadas estimadas: 50°09’N – 17°37’E

La zona estaba señalada en los antiguos mapas militares soviéticos como un sitio geológico clasificado —hoy excluido de la cartografía digital.
Un sendero forestal se internaba en una garganta estrecha donde subsistían las ruinas de un pueblo minero abandonado en los años 70.
Al fondo del desfiladero, parcialmente oculto bajo una losa rocosa resquebrajada, se encontraba un pequeño lago circular, de un negro profundo, de apariencia perfectamente lisa —incluso bajo la nieve.
El agua nunca se congelaba, ni siquiera a -30°C.

Audra había recibido el informe detallado del sitio durante el traslado:

• Temperatura constante del agua: 3,3°C, sin importar la estación.

• Ausencia total de fauna o flora visible en el lago o sus alrededores. Incluso los insectos evitan la zona.

• Reverberación lumínica invertida: cuando el cielo está cubierto, el lago se ve claro; cuando hay sol, se oscurece.

• Efecto acústico anómalo: cualquier sonido producido en la superficie (lanzamiento de una piedra, voz) se repite con un retardo de 3 segundos, y modulado —como filtrado por una arquitectura invisible.

1952 – Exploración soviética no documentada.

Planos hallados en los archivos muestran una instalación temporal: perforadoras ligeras, sensores, campamento de tiendas.

Todo fue abandonado sin explicación.

Una nota manuscrita al margen: “Nie dotykać lustra – oddycha” (No tocar el espejo – respira).

2004 – Informe clasificado del Centro de Vigilancia.

Una expedición discreta de dos miembros del Centro detecta una oscilación magnética en el fondo del lago.

Instalan un sensor sísmico sumergido.

La señal se pierde después de 13 minutos.

El técnico en superficie afirma haber oído una voz femenina pronunciar su nombre desde el agua —cuando estaba solo.

Audra se sorprendió por la referencia al Centro de Vigilancia de Darwin, y más aún por la conclusión del Centro, bastante científica pese a su reputación:

El Espejo Blanco del Lago Bajo-la-Piedra parece ser un resonador enterrado, una estructura geoacústica autónoma.

Podría tratarse de un terminal pasivo de observación, aún activo.
Su aparente inercia ocultaría un modo de espera: no emite nada, excepto cuando es estimulado indirectamente —por presencia humana, vibración o luz incidente.

Modelizaciones infrarrojas muy recientes (post-glaciación) sugieren una cavidad geométrica bajo el lago, imposible de formarse naturalmente.

Una geometría no euclidiana, parcialmente simétrica.

No se conoce ningún túnel que conduzca hasta allí.

El helicóptero oscilaba levemente antes de posarse a menos de un kilómetro del sitio previsto. Las hélices azotaban el aire helado, levantando una nube de nieve en polvo. Apenas las botas tocaron el suelo, el aparato ya se elevaba, su silueta desapareciendo en un rugido sordo, tragada por la niebla que descendía del collado. Las previsiones anunciaban una tormenta de nieve inminente, y el piloto no quiso tentar al destino: la caída repentina de temperatura podía congelar los circuitos hidráulicos.

El silencio volvió a caer, espeso, interrumpido solo por el crujido de los pasos sobre la nieve virgen. El equipo ajustó las correas de sus mochilas, los cuellos de sus anoraks, y se lanzó sin una palabra hacia las ruinas visibles más abajo. El viento empezaba a arreciar, azotando los rostros, haciendo más difícil cada respiración.

El pueblo abandonado no era más que un cúmulo de piedras rotas, tejados derrumbados y muros agrietados. Algunas construcciones aún en pie ofrecían un simulacro de refugio, pero la humedad las volvía gélidas, y las paredes rezumaban escarcha. Montaron las tiendas apresuradamente bajo el pórtico derrumbado de una antigua posada. El suelo estaba duro, helado.

Todos se apiñaron en la misma tienda, para conservar el calor. Cuerpo contra cuerpo, aliento contra aliento. El tejido de la lona azotaba furiosamente bajo el embate del viento.

La noche fue atroz.

El viento aullaba sin cesar, se colaba bajo la lona como una cuchilla. Por momentos, las ráfagas hacían tambalear el refugio, arrancando capas de nieve acumulada sobre las paredes. El frío se filtraba por todas partes. Pese a las capas de ropa, mordía la piel, entumecía los dedos, hacía vibrar las mandíbulas. Dormir era imposible. Los párpados ardían, el sudor del esfuerzo se había congelado en las frentes. Incluso se formaba una fina capa de escarcha sobre los sacos de dormir.

Audra, acurrucada contra Matthis, actuó de pronto sin pensar. Deslizó la mano en el bolsillo interior de su anorak, luego dentro del envoltorio aislante. La Piedra.

La sacó, apenas consciente de su gesto. Y se quedó inmóvil.

En la penumbra azulada de la tienda, la Piedra brillaba suavemente. No era una luz viva, sino un resplandor turbio, crepuscular, como el del sol a través de una nube espesa. Su densidad parecía reconstruirse lentamente, como si emergiera de un letargo helado. Pulsaba. Una vez. Luego otra.

Audra sintió un nudo en el estómago. Un calor extraño, luego un peso. La culpa, brutal, inesperada, subía en ella como una marea negra. No comprendía por qué, pero lo sabía. Algo en ella era responsable. Temblaba, y no solo de frío.

A su alrededor, sus compañeros se movían. Murmullos. Voces inquietas.
—Audra… ¿qué es eso…?

Pero no los escuchaba.

La pulsación se hacía más fuerte. Más pesada. Como un reproche.

Giró la cabeza. Matthis, el rostro pálido, gritó algo —o creyó gritar, pues el viento lo cubría todo. Sus labios se movieron.

«Guárdala.»

Ella comprendió.

Cerró rápidamente el envoltorio alrededor de la piedra, la deslizó de nuevo en su bolsillo. La pulsación cesó. El mundo recobró sus contornos. Los sonidos regresaron. Y sobre todo, el frío.




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