Los Espejos Blancos

4 - Pero lo que sus ojos percibían… su razón no lograba concebirlo.

Escocia – Ventisca en las Highlands
Región afectada: Noroeste de Escocia (Lochaber, Skye, Sutherland)
Fenómeno: Ventisca estacionaria, vientos ascendentes cíclicos, sensación térmica: –38 °C

La ventisca se desató al final de la tarde y no cesó durante seis días.

Los vientos giraban en espiral invertida, arrojando la nieve contra los contrafuertes rocosos como si fuese un mortero blanco.

Las últimas aldeas aisladas de las Highlands quedaron sepultadas bajo más de tres metros de nieve densa y compacta, que ni las ondas de radio ni los drones lograban atravesar.

Los rescatistas, partiendo de Fort William, apenas hallaron siluetas fosilizadas, atrapadas en una espera breve pero definitiva.

«Ya no hay arriba ni abajo. Todo es blanco. La nieve golpea la puerta como un ariete vivo. Madre cosió mantas en las ventanas. Padre no ha hablado desde ayer. Comimos las últimas raíces. No veo ya a los perros, ya no ladran. Creo que se fueron en la nieve o nos miran en silencio. Oigo algo caminando sobre el techo, pero sé que ya no hay nada ahí afuera. Creo que ahora estamos por debajo de todo.»

Cuaderno recuperado bajo una viga derrumbada, cuerpos intactos junto a una estufa apagada.

Trieste, norte de Italia
Enero de 2033

Trieste, una ciudad-puerto convertida en corredor de escape y zona de caos.
Aquí fueron enviados los primeros registros térmicos incomprensibles.
Aquí algunos testigos hablaban de reflejos nocturnos en fachadas fantasmales.
Él caminaba por calles silenciosas, obstruidas de escombros, autos abandonados y estatuas cubiertas de escarcha.

Los últimos residentes se habían encerrado o huido.

El puerto estaba desierto. Las colinas circundantes se habían convertido en campos de tiendas azotadas por el viento salado y gélido.

De vez en cuando, figuras errantes, desorientadas, enfermas, demasiado débiles para intentar seguir hacia el sur.

Alex había visto algo así antes.

Pero nunca con esa densidad de sombras.

Nunca con esa… presencia.

Algo se filtraba bajo la realidad.

Una vibración en el aire.

Un borrado progresivo de lo conocido.

Desde que llegó a la periferia de Trieste, Alex comenzó a recopilar señales. El viento marino perturba a veces las mediciones, pero una frecuencia inusual —baja, modulada— reaparecía a intervalos regulares. Una especie de pulsación subterránea, como si la propia roca exhalara.

Encendió su detector electromagnético. Los primeros minutos no mostraron nada, luego la pantalla vibró suavemente, indicando una dirección incierta hacia el sureste, donde las colinas rodeaban las antiguas fortificaciones.

Esa noche se instaló en una casa abandonada: desenrolló sobre el suelo varias cartas:

  • un plano parcial de la antigua red de alcantarillado de Trieste;

  • una copia de archivos militares del Centro de Vigilancia, con anotaciones cifradas sobre instalaciones olvidadas;

  • un mapa espeleológico con datos kársticos de la región, anotado a mano por un geólogo desconocido.

Ningún plano estaba completo. Ninguno coincidía exactamente con otro.

Los primeros intentos fueron laboriosos.

Despejó una alcantarilla cerca de Piazza San Giusto, pero la entrada estaba bloqueada por escombros y peldaños arrancados. Probó una boca secundaria, pero la tapa estaba soldada.

Dos horas después encontró una salida junto a un antiguo centro administrativo, detrás de una valla oxidada. Logró descender: un túnel inundado, estancado, infranqueable.

Caminó durante horas, a veces al sol, a veces bajo la lluvia, siempre guiado por esa misma pulsación fluctuante en sus auriculares. Encontró signos: muros derrumbados, tuberías corroídas por la sal, inscripciones militares medio borradas en paredes de hormigón húmedo.

En dos ocasiones liberó el paso con un pequeño soplete y palanca.

Una noche, cuando pensó rendirse, descubrió una placa de hierro fundido oculta bajo tierra y vegetación. Llevaba un antiguo emblema militar desgastado. Debajo, un conducto estrecho, seco, negro como un pozo olvidado. El aire allí era denso, pero respirable.

Encendió su frontal, tomó aire y se adentró.

El túnel militar descendía bajo los cimientos de la ciudad. Las paredes, primero lisas, cedían paso a un hormigón más rústico y fisurado. El aire se volvía más seco y de sabor metálico.

Alex avanzaba despacio, su luz rasgando la penumbra. En cada cruce revisaba el detector: la aguja oscilaba muy poco, pero él reconocía esa frecuencia —sorda, obsesiva, casi orgánica.

Entró en un túnel secundario, más angosto. Las paredes estaban cubiertas de cables mordidos y cajas corroídas. Varias veces salvó pequeños derrumbes.
Entonces, las anomalías comenzaron: cambios súbitos de temperatura en ciertas cámaras. Un destello fugaz en su pantalla, como interferencia producida dentro de la roca. Zonas donde la luz de su frontal perdía intensidad, como si fuera parcialmente absorbida.

Y por fin, una obstrucción: el túnel, recto, terminaba en un muro de hormigón armado. No era un derrumbe natural, la estructura había sido vertida apresuradamente para sellar algo.

Alex se arrodilló, extendió la mano sobre la superficie rugosa, distinguió marcas de encofrado y símbolos borrosos de tiza. Retrocedió un paso, se quedó en silencio.

Se sentó en una alcoba lateral parcialmente derruida, sacó una ración auto‑calentable y la colocó sobre un hornillo químico. Comer, hidratarse, pensar. Respiración acelerada, músculos tensos.

Se decidió.

Dentro de su mochila llevaba tres paquetes de micro‑explosivos diseñados para demoliciones precisas. Poderosos, pero inestables.

La explosión podría causar un derrumbe descontrolado, nubes de polvo… pero no tenía alternativa.




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