Cuando el colapso climático se impuso con toda su brutalidad, los países del norte fueron los primeros en sucumbir. El frío, de una intensidad anormal y prolongada, aniquiló toda forma de organización social. Las redes eléctricas cedieron una tras otra, congelando los sistemas de calefacción, de distribución de agua, de atención médica.
Las carreteras, sepultadas bajo hielo y nieve, se volvieron impracticables, volviendo imposible cualquier tipo de abastecimiento.
En Oslo, miles de personas murieron atrapadas en sus edificios, privadas de electricidad durante más de dos semanas, con temperaturas que alcanzaron los –35 °C.
En Hamburgo, un incendio provocado por estufas improvisadas en un centro de evacuación dejó más de 700 muertos — los bomberos no pudieron acceder al lugar.
Frente al derrumbe del Norte, las poblaciones de regiones un poco más al sur emprendieron un éxodo masivo, guiadas por el instinto de supervivencia. Pero esta migración descontrolada paralizó los pocos ejes de transporte que aún funcionaban. Las estaciones fueron invadidas, las autopistas bloqueadas por columnas de vehículos abandonados.
La logística colapsó. Las penurias aparecieron en cascada: combustible, medicamentos, alimentos, mantas… nada alcanzaba. Los almacenes fueron saqueados. Estallaron enfrentamientos en las ciudades de paso. Comunidades enteras, empujadas por el hambre, tomaron las armas, transformando las rutas de exilio en zonas de guerra civil.
En el sur de Europa, particularmente en España, Italia y el sur de Francia, se levantaron a toda prisa campos de acogida gigantescos. Los comunicados oficiales los llamaban “centros de estabilización”, pero para quienes vivían allí, no eran más que morideros a cielo abierto.
Filas interminables de tiendas de campaña — para los más rápidos. Pocos bungalows prefabricados, asignados a familias o a personal “prioritario”. El resto era un revoltijo: refugios improvisados, palés clavados, lonas reutilizadas, fosas cavadas a mano para evitar que los niños durmieran sobre el barro.
El frío avanzaba a pesar de todo, sobre todo por la noche. Y con él, la enfermedad. Disentería, neumonía, septicemias repetidas. Los medicamentos escaseaban. Los hospitales improvisados estaban desbordados. Los sanitarios, insuficientes. La muerte se volvió silenciosa, cotidiana.
Los gobiernos, desbordados, se desvanecieron en el estrépito. Las estructuras estatales se derrumbaban una a una, incapaces de hacer frente a la magnitud de la crisis. Las últimas decisiones fueron militares: zonas de exclusión, estado de emergencia, cordones sanitarios.
Pero los ejércitos también fueron superados. Desmoralizados, mal abastecidos, divididos entre obediencia y compasión, perdieron el control de los campos.
En varias regiones, especialmente en Provenza, Calabria y Extremadura, estallaron enfrentamientos mortales entre refugiados y poblaciones locales, a veces por una bombona de gas, un saco de harina o un bidón de agua potable. El miedo se volvió la regla. La solidaridad, un recuerdo. Algunos pueblos se atrincheraron. Otros tomaron las armas para “defenderse”.
Y mientras tanto, las tiendas se alineaban hasta el horizonte, y el murmullo de los lamentos nunca cesaba, ni siquiera en el sueño. Quienes sobrevivían comprendían poco a poco: no habría regreso.
En los días oscuros del cataclismo, la ruta del Monte Sant’Angelo se convirtió, contra toda lógica, en un eje sagrado. Los caminos estaban obstruidos, rotos, a veces medio borrados por desprendimientos de tierra o por la nieve inesperada en las alturas de Apulia. Y sin embargo, cada día, cientos, a veces miles de peregrinos emprendían el camino.
Venían a pie, en carretas, en sillas de ruedas, de rodillas a veces. Hombres harapientos, mujeres cargando niños pálidos, ancianos sostenidos por jóvenes silenciosos. Grupos dispares, sin brújula común, unidos solo por una idea: avanzar.
Sus motivaciones eran múltiples, pero siempre extremas:
Algunos caminaban para rezar, convencidos de que el cataclismo no era sino el castigo de Dios, o al contrario, la obra desencadenada del Demonio. Esperaban que el Arcángel Miguel, guardián del lugar, interviniera, restaurara los equilibrios rotos del mundo.
Otros venían para sanar, a un hijo enfermo, una herida infectada, un alma rota. Se hablaba de milagros, de señales, de visiones en la gruta.
Había quienes ya no sabían qué hacer, arrancados de todo hogar por el miedo o la pérdida. Caminaban simplemente porque otros caminaban. Por desesperación, avanzaban hacia lo que aún no estaba destruido.
Los últimos kilómetros eran los más duros.
El viento soplaba seco, cargado de polvo y sal. La pendiente se empinaba. Los cuerpos vacilaban, los niños lloraban, las madres ya no tenían lágrimas. El santuario aparecía poco a poco, colgado en el flanco de la montaña, una fortaleza blanca incrustada en la roca, con sus terrazas estrechas, sus campanarios sobrios, sus murallas erosionadas.
Más abajo, en una luz de amanecer desvaída, campamentos improvisados se extendían por las laderas. Tiendas rasgadas, lonas, refugios de fortuna. Rostros desencajados miraban las filas de peregrinos subir, sin fuerzas para unirse a ellos. Algunos rezaban, otros deliraban, muchos esperaban morir.
Y entre ellos… Audra y Alex.
Su llegada había sido silenciosa, organizada por la Cofradía. Un pequeño helicóptero los había depositado más abajo, en las colinas, al amanecer, lejos de toda mirada. Ningún aparato oficial volaba ya. Habían tenido que burlar los vientos y el silencio del radar.
Se mezclaron con la multitud desde las primeras casas de piedra.
Audra llevaba un abrigo negro, sencillo, el rostro medio oculto. Alex había cambiado su chaqueta por una capa gastada. Ninguna palabra era necesaria entre ellos. Sabían.
Caminaban en la fila, como los demás. Lentamente. Sin mostrar prisa, pero con esa calma ferviente que, paradójicamente, los distinguía. Sin miradas de temor a su alrededor, sin súplicas al cielo, pero con una tensión dirigida hacia dentro.