Al día siguiente, tras unas pocas horas de sueño insuficiente.
Misión Norte – 04:42 – Salida de Milán
El Caracal se elevó en la noche lombarda, cortando el aire helado. El cielo era de un gris uniforme, sin profundidad, un techo de ceniza suspendido sobre la llanura del Po. Abajo, la ciudad de Milán estaba en silencio, sepultada bajo una nieve sucia, bloqueada, inmóvil.
Audra observaba por la ventanilla, en silencio. El frío cambiaba de naturaleza al avanzar hacia el norte. Ya no picaba. Mordía.
Alex, a su lado, consultaba la tableta de a bordo. El tiempo estaba inestable. Muy inestable. Corredores de vientos polares descendían desde el mar del Norte y formaban bolsas de hielo hasta el Loira.
— Primer relevo en las Ardenas belgas —dijo Varo por el intercomunicador—. Base forestal, aún bajo control. Repostaje completo previsto. Después, intentaremos cruzar el Canal.
07:55 – Puesto de repostaje – Sur de las Ardenas
Aterrizaron en un claro helado, protegido por setos de hayas blanqueadas. Una antigua base logística, readaptada por la Cofradía, servía de refugio. Tres siluetas envueltas en abrigos aguardaban, con el combustible listo, en silencio, con eficacia.
El viento soplaba en ráfagas irregulares, sacudiendo los árboles como cuerpos viejos y nerviosos. Los copos giraban en horizontal. Alex descendió con precaución, hundiendo las botas en una costra de hielo.
— El piloto dice que intentaremos el cruce en cuanto bajen los vientos del mar —le murmuró a Audra—. Ventana meteorológica de treinta a cuarenta minutos. No más.
— ¿Y si se cierra? —preguntó ella.
— Volvemos aquí. O nos estrellamos a medio camino.
No había ironía en su voz.
09:23 – Canal de la Mancha – Primer intento: abortado
El Caracal había sobrevolado la costa. El estrecho apenas se distinguía, difuso, cubierto por una niebla espesa y granizo afilado. Tras siete minutos de vuelo sobre el agua, comenzaron a sonar las alarmas de formación de hielo.
Varo tomó la decisión de inmediato.
— Regresamos. Demasiado inestable.
13:47 – Canal de la Mancha – Segundo intento: cruce
Una calma. Breve. Pero suficiente.
El cielo se abrió como una herida gris entre los cuerpos de nubes. El Caracal avanzó rápido, bajo, en un silencio tenso. A mitad de trayecto, apareció en el horizonte una línea de luz pálida.
Inglaterra.
El paso fue duro, pero lograron llegar a tierra.
14:25 – Aterrizaje al pie del Tor de Glastonbury
La colina se alzaba, solitaria, con la silueta inmutable de la torre de San Miguel. El Caracal aterrizó en un campo adyacente, parcialmente cubierto de nieve y surcado de escarcha.
El lugar estaba vacío. Frío. Y sin embargo, saturado de presencia.
Audra descendió primero. Avanzó hacia la colina como quien se acerca a un recuerdo.
— Segundo Vaso —murmuró.
Alex la siguió sin decir palabra, la Piedra vibraba suavemente contra su pecho.
El Tor se erguía solo y absoluto, elevando su masa herbosa por encima de la niebla como una isla de un tiempo antiguo. Una colina perfecta, de curva casi irreal, modelada tanto por la leyenda como por la erosión. En la cima, la torre de San Miguel, vacía, abierta a los vientos, vigilaba en silencio.
La nieve, caída dos días antes, seguía aferrada a las laderas del monte sagrado, dibujando espirales irregulares. El viento helado arrastraba murmullos sin origen, sonidos perdidos en las capas de aire, como voces olvidadas venidas de Annwn, el Otro Mundo celta.
Desde hace siglos, bardos y místicos afirmaban que el Tor era una puerta, una grieta en el mundo visible, un punto de paso entre la realidad corpórea y los reinos invisibles. Según la tradición galesa, Annwn no era un infierno, sino un mundo subterráneo de belleza, memoria y conocimiento oculto, al que solo los elegidos podían asomarse —o cruzar.
Audra subía lentamente por el sendero en espiral, con los ojos entornados, atenta al silencio. Cada paso resonaba como una invocación en la nieve compacta.
Alex la seguía, un poco atrás, cargando el equipo, también atrapado por esa sensación de extrañeza. La Piedra, pegada a su pecho, latía ahora con un ritmo perfectamente regular.
Al llegar a la cima, entraron en la torre vacía. Los muros, desgastados, conservaban marcas de antiguas oraciones, grabadas a toda prisa, en hueco o en hollín. Una corriente de aire helado giraba suavemente en el cilindro de piedra, como si la colina aún respirara.
Audra se arrodilló en el centro.
Colocó las manos sobre la losa central, más oscura que el resto del suelo. Sin símbolos. Sin inscripciones.
Pero la Piedra vibró con más fuerza.
Y comprendió.
— El Segundo Vaso está aquí —dijo en voz baja—. Está en mí. Desde hace tiempo.
Alex la miró, luego alzó la vista hacia el cielo enmarañado de nubes.
La cima del Tor no era un lugar. Era un puente.
Alex colocó la Piedra negra, sin decir nada.
El instante se repitió. El mundo perdió consistencia. El Tor se desvaneció. El cielo. La torre. Los sonidos. El propio cuerpo de Audra se disolvía en una luz gris, suave y profunda. Y en ese silencio suspendido, apareció el tercer Vaso.
Tetraédrico, negro, perfectamente definido. Idéntico al otro.
Audra avanzó sin que Alex tuviera que llamarla.
Extendió la mano, y en cuanto tocó el objeto, la imagen surgió. Instantánea. Precisa.
Bianca.
De pie, en esa misma cima, miraba fijamente a Audra.
— Eres el Vínculo.
El murmullo resonó en la mente de Audra como un soplo entre mundos, y luego se desvaneció, llevándose la imagen consigo.
Audra permaneció mucho tiempo inmóvil, con el Vaso en las manos. No dijo nada. Ni una palabra durante el descenso. Alex la miraba a menudo, preocupado, pero no insistió.
Regresaron al helicóptero.