Los que sangran de pie

Capítulo 2: Golpes que no duelen

El sonido de los guantes chocando contra el saco se repetía con un ritmo constante, casi monótono. Golpe. Golpe. Respiro. Golpe. Golpe. El eco rebotaba en las paredes de concreto del gimnasio municipal, cargando el aire con una energía densa y eléctrica, como si la rabia contenida de todos los que habían entrenado allí a lo largo de los años se acumulara en las grietas del piso.

Nicolás Carranza tenía 17 años y un rostro de piedra. Su cuerpo era delgado, pero definido. No hablaba mucho. No sonreía nunca. Golpeaba con precisión, pero no con furia. Sus ojos no brillaban con el fuego del campeón, sino con la calma gélida de quien ha aprendido a callar todo lo que duele.

Llevaba una polera gris sin mangas, empapada de sudor, y unos guantes rojos prestados. Los suyos se habían roto hace semanas, pero no se quejaba. Entrenaba todos los días después del liceo, y a veces incluso antes de entrar a clases, aunque eso significara llegar con los nudillos marcados y las manos adoloridas.

—¡Uno-dos! ¡Sal de ahí, Nico! ¡No te quedes plantado! —gritó Esteban, el joven entrenador del gimnasio, con una voz ronca de tanto repetir las mismas órdenes a tantos chicos distintos.

Nicolás no contestó. Solo obedeció.

Jab, cruzado. Paso atrás. Derecha al hígado. Paso al costado. Uppercut.

Su cuerpo se movía como una máquina bien calibrada. Pero algo faltaba. Algo invisible.

—¿Qué te pasa hoy? —le preguntó Esteban mientras caminaba hacia él—. Estás frío. No siento tu intención.

—No tengo que golpear con rabia —respondió Nicolás, sin mirarlo—. Solo con técnica.

Esteban se quedó en silencio unos segundos. Luego asintió.

—Eso está bien… pero no suficiente. Cuando suene la campana, vas a necesitar más que técnica. Vas a necesitar algo que duela.

Nicolás se quitó los guantes lentamente. Sus nudillos estaban vendados, pero aun así mostraban signos de inflamación. Caminó hacia el banco del rincón y se sentó, respirando hondo.

El gimnasio estaba casi vacío. Era tarde. Afuera ya caía la noche, y los faroles comenzaban a encenderse en las calles cercanas. Desde la ventana alta, Nicolás podía ver una cancha de baby fútbol llena de chicos gritando. Una energía distinta. Vital. Ligera.

Nada que ver con el boxeo.

El boxeo era otra cosa. Una religión sin dioses. Una confesión sin cura.

—¿Y tu viejo? —preguntó Esteban de pronto, como si no pudiera evitarlo.

Nicolás no respondió.

—Dicen que era un animal. Que tumbó a tipos que ahora están en la tele. Que peleó en Las Vegas. Que…

—No me interesa.

El silencio fue incómodo. Esteban sabía que había tocado algo delicado, pero también entendía que los fantasmas no desaparecen si uno deja de nombrarlos. A veces, hay que enfrentarlos de frente. Con los guantes puestos.

—¿Sabes boxear por él? —preguntó entonces, con tono suave—. ¿O para ganarle?

Nicolás lo miró por primera vez. Sus ojos eran como dos cuchillas apagadas.

—Ninguna de las dos.

—Entonces, ¿por qué estás acá todos los días?

—Porque los golpes… —hizo una pausa, bajando la vista a sus manos— …porque los golpes no duelen tanto como lo otro.

Esteban no volvió a hablar. Solo asintió en silencio, con la expresión de alguien que comprendía más de lo que podía decir.

Esa noche, Nicolás caminó solo de vuelta a su casa. Vivía con su madre en un departamento pequeño, en un cuarto piso sin ascensor. Ella trabajaba en un supermercado y a veces llegaba tan cansada que se dormía sentada en la mesa, con los zapatos puestos. No hablaban mucho. No porque no se quisieran, sino porque estaban acostumbrados a sostenerse sin palabras.

Al llegar, se quitó los zapatos y fue directo al baño. El agua fría le quemó la piel. Se miró al espejo. Tenía una marca morada bajo el ojo derecho, un recuerdo del último sparring. Nada grave. Nada nuevo.

En su pieza, sobre la repisa, estaba la única foto que conservaba de su padre. La misma de la heladera de Iván. Él en sus brazos. Sonriendo. En algún momento, había querido romperla. Ahora solo la miraba como quien observa una pintura ajena, sabiendo que alguna vez fue parte de esa escena, pero que ya no podía volver a entrar.

Se sentó en la cama. Pensó en la pregunta de Esteban. ¿Por qué boxeaba?

Tal vez sí era por su padre. No para imitarlo. No para derrotarlo. Sino para entenderlo.

Porque el dolor del cuerpo, al menos, tenía sentido. El del abandono, no.

Se quedó en silencio, mirando el techo. Afuera, un perro ladraba. En la calle, una pareja discutía a los gritos. En su interior, todo estaba quieto. Pero no en paz.

A lo lejos, en un rincón de Santiago, un hombre mayor se ponía de pie a las cinco de la mañana, y se preparaba para ir al gimnasio.

El mismo gimnasio.

El mismo ring.

El mismo eco.

Dos vidas que no se tocaban desde hacía años… comenzaban a caminar hacia el mismo lugar.




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