La ciudad todavía dormía cuando Iván cruzó la reja oxidada de “La Fortaleza”. Era un edificio viejo, rectangular, con muros manchados por la humedad y el tiempo, pero con un aire sagrado que se respiraba apenas se ponía un pie dentro. El lugar no olía a limpieza, ni a modernidad. Olía a cuero viejo, a sangre seca, a polvo mezclado con esfuerzo. A historia.
La luz del amanecer apenas se colaba por las ventanas altas. Las sombras se estiraban como espectros sobre el ring central, el cual se mantenía intacto, firme, como un altar donde la violencia se convertía en arte… o penitencia.
Don Mario ya estaba allí. Había llegado incluso antes que él.
Vestía su buzo negro habitual, con una libreta pequeña en el bolsillo y una taza de café humeante en la mano. No dijo nada al verlo entrar. Solo asintió con la cabeza y señaló el rincón donde reposaban las vendas limpias.
Iván caminó despacio, como si sus pasos pesaran más de lo normal. Se quitó la chaqueta sin apuro. Su cuerpo estaba envejecido, sí, pero todavía era grande, compacto, con la espalda ancha y el pecho profundo. Lo que había perdido en velocidad, lo conservaba en presencia.
Comenzó a vendarse las manos. Lo hizo como se hace algo sagrado, con precisión y respeto. Cada giro de la venda era una plegaria muda, cada nudo una promesa. Hacía años que no sentía esa tensión leve en los dedos, esa fricción familiar. Era como regresar a casa, aunque en esta casa también se había desangrado.
—¿Listo? —preguntó Mario sin mirarlo.
—Nunca lo estoy. Pero vine igual.
El viejo entrenador sonrió de medio lado. Era lo más parecido a un elogio que Iván podía recibir de él.
Comenzaron con una rutina básica: cuerda, sombra, desplazamiento. Al principio, todo parecía simple. Los movimientos estaban ahí, escondidos entre las articulaciones oxidadas. Pero pronto, la realidad cayó como un martillo: el cuerpo ya no respondía igual. Cada minuto extra de ejercicio era un recordatorio de los años ausentes, de los vasos rotos, de las madrugadas sin dormir.
El sudor le caía por la espalda como una cascada. Sentía la respiración entrecortada, la garganta seca, los gemelos ardiendo. Pero no se detenía. No podía. No cuando cada gota de esfuerzo era un ladrillo más en su reconstrucción.
Después de cuarenta minutos, cayó de rodillas. No por un golpe. Por cansancio. Por todo.
Don Mario se acercó. Le alcanzó una toalla. No dijo nada.
Iván tomó aire. Lo sostuvo. Lo soltó.
—¿Cuánto tiempo crees que necesito para estar… competitivo? —preguntó, sin levantar la vista.
Mario se cruzó de brazos.
—¿Competitivo contra quién?
—Contra cualquiera.
—¿Incluido tu pasado?
Iván levantó la mirada. Estaba roja, húmeda, pero firme.
—Contra mí mismo.
Mario lo observó durante unos segundos eternos. Luego asintió.
—Entonces, seis meses. Si aguantas.
Esa misma tarde, Iván caminaba de vuelta por las calles del centro. La ciudad ya estaba despierta, vibrante. Los autos tocaban bocina, los comerciantes gritaban ofertas, los escolares caminaban rápido con mochilas torcidas. Nadie lo miraba. Nadie lo reconocía. Era un fantasma más entre miles.
Pasó frente a una galería comercial y, sin pensarlo mucho, entró. Había un pequeño local de deportes al fondo. En la vitrina, un par de guantes negros con detalles dorados llamó su atención. No eran caros. Tampoco eran buenos. Pero eran nuevos.
Pidió probárselos.
El joven vendedor se los entregó sin entusiasmo. Tenía poco más de veinte años y un peinado moderno. Lo observó con indiferencia.
—¿Usted boxea?
Iván sonrió, casi con ironía.
—Todavía no lo sé.
Se ajustó los guantes. Cerró los puños. Escuchó el crujido del cuero virgen. Sintió ese pequeño estremecimiento que solo conocen quienes han vivido más de lo que pueden contar.
—¿No es usted el Toro Carranza? —preguntó de pronto el joven, con una chispa de reconocimiento.
Iván levantó la cabeza. Lo miró directo.
—Lo fui.
El chico quedó en silencio. Luego bajó la mirada.
—Mi papá dice que usted fue una bestia. Que daba miedo.
Iván se los quitó lentamente. Los dejó sobre el mostrador.
—Tu papá exagera. Yo era más miedo por dentro que por fuera.
Pagó en efectivo. Salió del local sin mirar atrás.
Al anochecer, volvió a su departamento. Apenas abrió la puerta, sintió el olor agrio del encierro, del polvo y del tiempo detenido. Se sacó la chaqueta, dejó los guantes nuevos sobre la mesa, y encendió el televisor. Otra pelea antigua.
Pero esta vez sí miró.
Se sentó en silencio. Observó cada movimiento. Cada esquiva. Cada caída. Entendió, con una mezcla de vergüenza y nostalgia, que muchos de esos errores también los había cometido él. Que muchos de esos gestos los había repetido sin pensar.
Fue al refrigerador. Tomó la foto de su hijo y la bajó. La puso sobre la mesa. Frente a él.
La miró largo rato.
—No sé si me vas a perdonar. Pero si vuelvo al ring, será para pelear contigo al lado. No en contra.
Y por primera vez en años, pensó en qué pasaría si Nicolás también estaba entrenando. Si, en alguna parte de la ciudad, sus puños también se curtían.
No lo sabía.
Pero lo sentía.
Y ese presentimiento dolía más que cualquier golpe.