Los que sangran de pie

Capítulo 4: El regreso que nadie pidió

Las noticias se propagan rápido en el mundo del boxeo, aunque parezca invisible para la mayoría. No salen en la portada de los diarios ni abren noticieros, pero corren como fuego entre entrenadores, peleadores, aficionados, y sobre todo, en los gimnasios donde el sudor es más común que el aire.

A los tres días de su primer entrenamiento, Iván Carranza ya era tema de conversación en todos los rincones de “La Fortaleza”.

—¿El Toro volvió? —preguntó un joven sparring a su compañero.

—Sí, lo vi. Está viejo, pero se mueve.

—Nah, imposible. Si ese hueón estaba muerto en vida.

—Puede ser. Pero está entrenando con Don Mario. Si alguien lo puede revivir, es él.

No todos opinaban lo mismo. Algunos lo miraban con desdén, otros con burla disfrazada de respeto.

—Se va a romper la cadera antes de llegar al tercer round —dijo uno de los entrenadores más jóvenes, con tono burlón—. Puro circo.

Iván escuchaba. No respondía. Entrenaba.

Cada mañana llegaba antes que todos, colgaba su chaqueta en el mismo clavo oxidado del rincón, se vendaba las manos sin apuro, y comenzaba. Sombra, saco, cuerda, circuitos. Se exigía como si tuviera veinte años menos, como si cada repetición lo acercara a algo que no podía explicar. No hablaba con nadie. Solo con Don Mario.

Durante una pausa, mientras secaba su rostro con una toalla, vio algo que le congeló el corazón.

Nicolás.

Entró por la puerta lateral, con su mochila colgando del hombro, directo al área de pesas. No lo vio. O fingió no verlo.

Iván se quedó inmóvil.

Era la primera vez que lo veía en años.

Estaba alto. Más delgado de lo que recordaba. Más serio. Había algo en su postura que era suyo. La forma en que caminaba. La manera en que ajustaba los vendajes. Ese leve crujir del cuello antes de comenzar. Él lo hacía igual.

Quiso acercarse. Decir algo. Cualquier cosa.

Pero no se atrevió.

Don Mario lo observó en silencio.

—¿Sabías que venía?

Iván negó con la cabeza.

—No. No tenía idea.

—Es bueno. Muy técnico. Firme de mente. Pero frío. Como tú… cuando dejaste de escucharme.

Iván no respondió.

—No le hables. Aún no. Si te acercas ahora, se va a cerrar. Déjalo verte primero. Déjalo recordar quién fuiste… y quién estás tratando de ser ahora.

Iván apretó la mandíbula. Tragó saliva. Sus manos temblaron apenas.

Volvió al saco.

A golpear.

Esa tarde, mientras los rayos del sol teñían de ámbar los ventanales sucios del gimnasio, Don Mario se acercó a Nicolás. Lo saludó con respeto. Conversaron unos minutos. Nicolás lo admiraba, aunque nunca lo dijera en voz alta. Fue él quien lo dejó entrenar cuando otros se negaron, solo por ser “hijo de”.

—¿Cómo vas con los torneos juveniles? —preguntó el entrenador.

—Entrenando. Me interesa el regional. Pero aún falta.

—Tienes buen control, pero necesitas encontrar fuego. No basta con saber esquivar los golpes. Hay que tener una razón para devolverlos.

Nicolás bajó la mirada.

—A veces no quiero devolverlos.

—¿Y por qué peleas entonces?

El muchacho no respondió. Se ajustó los guantes. Se levantó. Volvió al saco.

Iván lo vio desde el otro lado del gimnasio.

Sintió orgullo.

Y culpa.

Dos días después, el rumor se volvió oficial.

La comisión local había anunciado un evento en tres meses: “Santiago Fight Night”. Una velada de exhibición con figuras del pasado, talentos emergentes y una cartelera de impacto para revivir el interés popular por el boxeo en la capital. Don Mario movió los hilos. Y lo logró.

Iván tendría una pelea.

No contra un joven invicto.

Sino contra otro veterano: Rodrigo “El Vikingo” Parra. Rival antiguo. Derrota vieja.

—No será un espectáculo —dijo Mario—. Será un duelo de respeto.

—No quiero respeto. Quiero reconciliación.

—Entonces empieza por ganártela.

La noticia salió en redes sociales. Un póster simple: dos rostros envejecidos, enfrentados. El titular: “El regreso de dos leyendas: Carranza vs Parra”.

Los comentarios fueron crueles.

—¿Qué es esto? ¿Boxeo o geriátrico?

—¿Van a pelear sentados?

—El Toro ya no embiste, se arrastra.

Pero otros, más viejos, más nostálgicos, dejaron palabras distintas.

—Yo lo vi pelear en el Estadio Víctor Jara. Nadie golpeaba como él.

—Parra fue bueno, pero Carranza tenía fuego en el pecho.

—Ojalá le gane. Solo por una vez más.

Iván leyó todo. Una vez. Luego apagó el celular.

Esa noche no cenó. Solo se sentó frente al espejo del baño, desnudo hasta la cintura, y observó su cuerpo: cicatrices, piel suelta en el abdomen, hombros aún firmes, pero vencidos por la gravedad. Se puso de pie. Lanzó un jab al reflejo. Luego otro. El espejo tembló. Él también.

Y entonces, en voz baja, casi como un rezo, dijo:

—No lo hago por ustedes. Lo hago por él.




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