Los que sangran de pie

Capítulo 5: Cuerpo de piedra, corazón de polvo

El primer desgarro no vino con un golpe.

Fue silencioso.

Una punzada sorda, traicionera, justo bajo la costilla derecha. Apareció en el tercer sprint de una sesión de resistencia. Iván apretó los dientes, no dijo nada. Terminó la vuelta. Después otra. Y otra. Pero lo supo. Ese dolor no era fatiga. Era advertencia.

El cuerpo comenzaba a hablarle.

Y no decía cosas buenas.

Don Mario lo miraba desde la esquina del ring con los brazos cruzados. No gritaba. Solo observaba. Como si cada movimiento de Iván fuera una pista, una clave, un idioma secreto que solo los entrenadores viejos saben leer.

Iván hacía sombra. Sus pasos eran pesados. Los hombros, forzados. Se movía bien… para un hombre de su edad. Pero no estaba compitiendo contra otros hombres de su edad. Estaba compitiendo contra el tiempo.

Y el tiempo no pierde.

—Más ligero con la pierna izquierda —dijo Mario—. Estás arrastrándola.

Iván resopló. Dio un paso más. Otro. Luego lanzó una combinación: jab, cruzado, gancho al cuerpo, uppercut. El saco vibró.

—Te estás cerrando demasiado. Abre la guardia al subir. O te van a dormir.

Iván se detuvo. Miró al saco. Sus manos temblaban.

—No tengo reflejos —dijo, sin mirar a nadie—. Ya no como antes.

Mario se acercó. Apoyó una mano firme sobre su hombro.

—No necesitas reflejos para recordar quién fuiste. Solo necesitas hambre. Hambre real.

Iván bajó la cabeza. Su respiración era pesada. Los nudillos le ardían. El sudor le empapaba la espalda. Pero más que todo eso… lo que dolía era saberse humano.

Esa noche, el dolor no lo dejó dormir. Se acostó tarde, con hielo en el costado y una toalla húmeda sobre la frente. El techo lo observaba en silencio, como si juzgara su decisión de volver a pelear.

Cada tos era una cuchilla. Cada bostezo, una amenaza.

Recordó una frase que alguien le dijo una vez, en los camarines de una pelea en Argentina: “El boxeo no envejece contigo. Te espera. Y cuando vuelves, te cobra todo junto.”

Tenía razón.

Se levantó a las tres de la madrugada. Fue a la cocina. Abrió la heladera. Solo agua. No tenía hambre. No tenía nada.

Sacó la foto de Nicolás de la mesa y la apoyó sobre el lavaplatos. La observó en silencio.

Entonces, casi sin querer, habló:

—¿Te acuerdas cuando veías mis peleas en la tele? ¿Cuando te subías a mi espalda con los guantes puestos? ¿Cuando decías que querías ser como yo?

Hizo una pausa.

—No lo hagas. Sé mejor.

A la mañana siguiente, volvió al gimnasio cojeando levemente. No lo ocultó. Pero tampoco lo mostraba. Como un boxeador en medio del round: dolorido, pero de pie.

Don Mario ya lo esperaba con los guantes en la mano.

—Hoy, sparring.

Iván alzó las cejas.

—¿Con quién?

—Con alguien rápido. Más joven. Necesitas saber dónde estás parado.

Iván se vendó las manos. Lentamente. Como si cada giro de la venda fuera una oración.

Subió al ring.

Del otro lado, apareció el sparring: un joven de veinticuatro años, moreno, fuerte, mirada ágil. Se llamaba León. Campeón amateur en su categoría. Rápido. Letal.

La campana sonó.

Y durante los primeros treinta segundos, Iván logró mantenerse firme. Paró los jabs. Contraatacó con inteligencia. Se notaba su experiencia. Su lectura. Su intuición.

Pero entonces, León lanzó un recto que no vio venir.

Impacto limpio en la ceja izquierda.

Iván retrocedió un paso. Otro. Sangre.

El segundo asalto fue peor. El joven lo rodeaba como un lobo. Golpeaba y salía. Entraba y salía. Iván conectó un par de ganchos, sí. Pero no eran peligrosos. No eran definitivos.

Y entonces, al final del tercero, cayó.

No por un golpe devastador.

Tropiezo. Cansancio. Dignidad rota.

Se arrodilló. No se levantó de inmediato.

El gimnasio quedó en silencio.

Don Mario no gritó. Solo bajó la cabeza.

Iván se incorporó solo. Caminó hasta la esquina. Se quitó el protector bucal. Tenía sangre en la lengua.

—¿Estás bien? —preguntó Mario.

Iván lo miró con rabia. Pero no hacia él. Hacia sí mismo.

—No estoy muerto —dijo, escupiendo al piso—. Y mientras no lo esté, sigo peleando.

Esa tarde, se quedó en el gimnasio incluso cuando todos se habían ido. Limpiando. Ordenando. Solo. Como si así pudiera purgar la vergüenza.

Entonces escuchó una voz detrás de él.

—No sabía que los viejos todavía sabían levantarse.

Nicolás estaba en la puerta. Mirándolo.

Iván se congeló.

No supo qué decir.

El chico dio un par de pasos. Lo observó de cerca.

—Buen sparring. Aunque el pendejo te bailó bonito.

Iván rió. Amargo. Pero rió.

—¿Viniste a burlarte?

—No. Vine a ver si era verdad que habías vuelto. Tenía curiosidad.

—¿Y qué viste?

—Un toro cansado. Pero un toro igual.

Ambos se miraron.

Y por primera vez en años, compartieron algo parecido a respeto. Todavía lejano. Todavía lleno de rencores. Pero real.

—No vengo a pedirte nada —dijo Iván—. Solo… estoy tratando de terminar lo que dejé incompleto.

Nicolás asintió.

—Entonces termina bien. Porque aunque no te lo diga… igual estoy mirando.

Se dio media vuelta. Y se fue.

Iván se quedó solo. En medio del ring vacío. Las luces parpadeaban.

Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, sonrió con el corazón.

No por haber ganado.

Sino porque ahora… tenía un motivo real para seguir.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.