El saco oscilaba como un péndulo, mecánico y brutal, y Nicolás lo golpeaba con la precisión de quien no busca lastimar… sino vaciarse.
—Uno, dos… tres. Uno, dos, gancho. Salida. Derecha. Repite.
Su voz apenas se oía por sobre el eco del golpe. No había música, ni entrenadores cerca, ni compañeros de turno. Solo él. Solo el saco. Solo el sonido del cuero siendo castigado sin piedad. Era de noche, y el gimnasio estaba por cerrar, pero Esteban le había dado una llave. Sabía que el chico lo necesitaba.
Porque Nicolás entrenaba así.
Tarde.
En silencio.
Como los que no quieren ser vistos.
Sus nudillos estaban marcados, la muñeca izquierda vendada con cinta adhesiva vieja. El dolor no le importaba. Ni el cansancio. Era lo único que le calmaba la cabeza. Lo único que le daba estructura. Afuera, todo era ruido: las peleas de su madre con los vecinos, las deudas, las expectativas que nadie decía en voz alta, pero que le colgaban como cadenas invisibles.
Y ahora… el regreso de su padre.
Iván.
El nombre le sonaba más como una figura mítica que como un pariente. Durante años había sido solo eso: un rumor, un suspiro que llegaba a través de otros. “Tu viejo fue grande”, “tu viejo era un toro”, “tu viejo se perdió”. Él no recordaba las peleas, ni los títulos. Solo recordaba los gritos borrachos, la puerta que no se cerraba bien, la voz de su madre diciéndole “no lo odies, no sabe lo que hace”.
Pero Nicolás sí sabía lo que hacía.
Y durante años, había odiado.
Luego simplemente dejó de sentir.
Ahora, verlo de vuelta, golpeando, cayendo, levantándose, despertaba una furia nueva. No era rabia. Era algo más profundo. Era decepción mezclada con curiosidad. Desprecio contenido con una punta de orgullo que no quería admitir.
—¿Por qué ahora? —se preguntó en voz baja, mientras lanzaba otro gancho.
El saco crujió.
—¿Por qué después de todo?
Su respiración se aceleró. Su corazón golpeaba fuerte. No por el ejercicio. Por lo que no decía.
Se quitó los guantes y los dejó caer. Se miró las manos. Tenían heridas pequeñas. Marcas. Rastros de una vida donde lo físico se mezclaba con lo emocional.
—Te pareces a él —le había dicho una compañera de curso una vez, después de verlo pelear en una exhibición escolar—. Golpeas como alguien que no quiere que lo toquen.
Y era cierto.
Nicolás peleaba con distancia. Con frialdad. Como si cada golpe fuera un escudo, no un arma. No boxeaba para ganar. Boxeaba para que no lo rompieran.
Esa noche, al llegar a casa, encontró a su madre dormida en el sofá, con la tele encendida y los zapatos aún puestos. Tenía las manos entrelazadas sobre el vientre y respiraba lento, como quien carga más peso del que debería.
Nicolás le acomodó una manta y apagó el televisor. Luego fue a su habitación.
Abrió el cajón de la cómoda y sacó un sobre manila. Dentro había recortes de prensa. Fotos. Viejas entrevistas. Todo sobre Iván Carranza. Nunca lo había mostrado. Lo había ido reuniendo en secreto. Como quien colecciona piezas de un rompecabezas que no sabe si quiere armar.
Pasó una a una. Ahí estaba su padre con el cinturón mundial. Con la ceja rota. Con la mano alzada. Con la sonrisa que nunca le vio en persona.
En una entrevista decía:
"Boxear me salvó. Pero también me rompió. Cada golpe te acerca a la gloria o a la soledad. Yo he conocido las dos."
Nicolás apretó los dientes.
Guardó todo.
Cerró el cajón.
A los dos días, en el entrenamiento de la mañana, Esteban lo llamó aparte.
—Oye, Nico. Van a hacer sparring en “La Fortaleza”. Campeones regionales, federados… y tu viejo. Me pidieron que te lo dijera. Quieren verte ahí.
Nicolás lo miró con frialdad.
—¿Me están invitando?
—No. Te están esperando.
El silencio se hizo largo.
—¿Y tú qué crees que debo hacer? —preguntó Nicolás.
Esteban se encogió de hombros.
—Creo que ya no peleas solo contra los otros. Estás peleando contigo mismo. Y eso, tarde o temprano, te va a costar más que cualquier golpe.
Nicolás fue.
No para entrenar. No para hablar.
Solo para mirar.
Se quedó en el borde del gimnasio, apoyado en la pared, con una capucha sobre la cabeza. Vio a su padre entrenar. Vio cómo sangraba. Cómo se sacudía el polvo. Cómo caía y se levantaba sin que nadie lo ayudara.
Y por primera vez… sintió algo parecido a compasión.
No ternura.
Compasión.
Porque ahora entendía algo: su padre no estaba volviendo por gloria.
Estaba volviendo porque no sabía vivir sin pelear.
Y porque, aunque nunca lo dijera, en el fondo… estaba tratando de volver por él.
Esa noche, Nicolás se puso los guantes frente al espejo.
Lanzó un jab.
Luego un cruzado.
Se detuvo.
Y pensó:
“Si algún día subimos al mismo ring… no será como enemigos. Será para saber cuánto de él hay en mí… y cuánto de mí aún quiere perdonarlo.”