El día del pesaje llegó como una ráfaga seca, arrastrando consigo una tormenta de flashes, comentarios venenosos y miradas disfrazadas de admiración.
Iván llegó puntual al gimnasio municipal adaptado para el evento. Lo acompañaba Don Mario, tan firme como siempre, y su rostro parecía cincelado en piedra. A cada paso, Iván sentía las miradas sobre su espalda, como si todas buscaran una grieta por donde escupir juicio.
Rodrigo Parra ya estaba allí. El mismo de siempre, solo más viejo, más ancho, con menos cuello y más sonrisa. Vestía una chaqueta con su nombre bordado en dorado y abrazaba a todos como si fuera un político en campaña. La prensa lo adoraba. Él sabía cómo hablarles.
Iván no. Iván solo los atravesaba con la mirada.
—Toro Carranza… ¿cuántos años sin verte? —le dijo Parra, extendiéndole la mano.
Iván la tomó. Firme. Sin apretar. Sin soltar antes de tiempo.
—Los suficientes como para no saludarte con hipocresía —respondió, sin tono de burla ni de guerra. Solo la verdad.
La sala se quedó en silencio un segundo.
Parra soltó una risa breve, de esas que nacen cuando uno no tiene cómo responder.
—Veamos si todavía muerdes, viejo —le dijo al pasar, camino al estrado.
Iván no lo miró más.
Cuando se quitó la camiseta y subió a la báscula, los flashes explotaron.
El torso estaba lleno de cicatrices. Había marcas antiguas de guerra, golpes que no sanaron del todo, zonas descoloridas por cortes viejos. Pero aún conservaba la estructura de un luchador. Firme. Real. Como una estatua agrietada que se niega a caer.
El peso fue correcto.
Parra, más liviano, bajó sin esfuerzo. Saludó con una reverencia sarcástica.
Y entonces llegó la parte más teatral: el careo.
Ambos de frente. Rostro con rostro.
Iván no tembló.
Pero adentro, algo se agitó.
No era miedo.
Era la conciencia de que esto era real. De que en tres días, estaría encerrado en un ring, frente a un público que lo esperaba… para verlo perder.
Las horas siguientes fueron un caos.
Las redes sociales estallaban con memes, predicciones y burlas.
—El Toro está viejo.
—Va a durar un round.
—Esto es puro show.
—Parra lo va a pasear.
Iván no tenía redes. Pero los ecos llegaban igual. Como zumbidos. Como mosquitos invisibles. Opiniones de quienes nunca se habían subido a un ring, pero creían tener el derecho de juzgar a los que lo hicieron con la cara rota y los pulmones ardiendo.
En casa, esa noche no durmió.
Se sentó frente al espejo del baño. Observó su rostro con atención.
Las ojeras eran profundas.
Las arrugas, como grietas en un muro que resistía más de lo que debía.
Se quitó el vendaje de las muñecas. La piel estaba irritada. Roja. Fina.
Se tocó el pecho. Sentía las palpitaciones. No de ansiedad.
De memoria.
Porque el cuerpo recuerda.
Y el suyo recordaba el dolor.
Al día siguiente, Don Mario lo obligó a descansar. Nada de guantes. Nada de sombra. Solo hielo, masajes y silencio.
—Vas a llegar con el tanque justo. No puedes darte el lujo de desgastarte más —le dijo.
Iván no discutió.
Pero no descansó.
Caminó hasta el parque de la infancia de Nicolás. Se sentó en una banca. Observó el lugar.
Recordó cuando lo llevó ahí con cinco años. Le enseñó a lanzar piedras al estanque. Le habló del agua como si fuera rival. Le dijo que nunca confiara en lo que se mueve sin forma.
“Como los hombres sin propósito”, le había dicho entonces.
Ahora, él era uno que trataba de recuperarlo.
En la noche, recibió una visita inesperada.
Nicolás tocó la puerta de su departamento.
Iván abrió, sorprendido.
—¿Pasa algo? —preguntó.
—No. Solo… quería saber cómo estás.
Iván lo miró. Quiso decir muchas cosas. Pero eligió pocas.
—Cansado.
—¿Arrepentido?
—No.
—¿Con miedo?
Iván dudó.
Luego asintió.
—Sí. Pero no del golpe… sino del silencio que venga después.
Nicolás lo miró fijo. Luego caminó hacia la cocina. Tomó un vaso. Sirvió agua.
—Mamá va a ver la pelea —dijo.
Iván sintió que el mundo se detenía un segundo.
—¿Ella…?
—No lo dice. Pero sé que lo hará. A escondidas. Como siempre.
Iván bajó la mirada.
—Y tú… ¿vas a ir?
—Sí. Pero no como espectador. Voy a pelear en la previa.
Iván levantó la vista.
—¿Cómo?
—Torneo juvenil. Me aceptaron en el cuadro de exhibición. Voy a abrir la velada. Antes que tú.
Un silencio largo.
Y entonces, por primera vez en décadas, Iván sintió lo más parecido a orgullo que había sentido por algo suyo desde que fue padre.
—Gracias por decírmelo —dijo.
Nicolás se encogió de hombros.
—No lo hago por ti. Lo hago por mí.
—Lo sé. Pero igual… gracias.
Esa noche, Iván volvió al ring vacío del gimnasio.
Subió. Se puso los guantes. Hizo sombra frente a los focos apagados.
Y en cada movimiento, no solo estaba su reflejo.
Estaba su hijo.
Estaba su pasado.
Y estaba su futuro.
Porque el precio de la decisión ya estaba pagado.
Y ahora… solo quedaba pelear.