La noche anterior al evento, el cielo sobre Santiago estaba cubierto por una manta de nubes densas, como si la ciudad entera contuviera el aliento.
Iván no podía dormir.
La cama le parecía demasiado blanda, la oscuridad demasiado profunda. El reloj marcaba las 3:14 AM cuando se levantó por última vez. Caminó por el departamento en penumbras. Su cuerpo dolía. No en zonas específicas, sino completo. Era el dolor de las vísperas. El que no avisa, pero que no perdona.
Se sentó en la mesa de la cocina, solo, con un vaso de agua temblando entre sus dedos.
Mañana era el día.
La última vez que se sintió así fue hace diecisiete años, en la antesala de su defensa mundial fallida. Aquella que marcó el principio de su caída. Aquella en la que subió con rabia… y bajó sin alma.
—Esta vez será distinto —susurró, más para convencerse que para afirmarlo.
El día llegó sin piedad.
El evento “Santiago Fight Night” se desarrollaría en el Polideportivo Central, una estructura moderna, con más de tres mil asientos, luces LED, pantallas gigantes y una atmósfera de espectáculo que no se sentía desde los Panamericanos. La ciudad entera, al menos por unas horas, parecía interesada en el boxeo otra vez.
Iván llegó con cuatro horas de anticipación. Don Mario lo acompañaba como un general al lado de un soldado herido. El camarín tenía su nombre en una hoja impresa y pegada con cinta adhesiva. Nada glamoroso. Nada heroico. Como debía ser.
El lugar estaba lleno de movimiento. Promotores, kinesiólogos, peleadores, periodistas. Todos corrían, todos hablaban. Pero cuando Iván entraba, el ambiente cambiaba.
No por respeto.
Por incomodidad.
Él representaba algo que todos temían: el regreso del pasado. El reflejo de lo que podría pasarles si no sabían cuándo retirarse.
En el camarín contiguo, Nicolás se preparaba para su combate de exhibición. Tenía puesto el buzo del gimnasio de Esteban y los guantes recién ajustados. Estaba solo. Nadie de su entorno había ido a verlo.
Excepto uno.
Iván se asomó a la puerta sin avisar. Lo vio de espaldas, lanzando golpes al aire frente a un espejo. Su técnica era limpia. Precisa. Fría.
—Siempre fuiste más técnico que yo —dijo Iván, rompiendo el silencio.
Nicolás no se giró.
—Y tú más salvaje —respondió.
—No siempre es una ventaja.
—Lo sé.
Un silencio largo.
—¿Estás listo? —preguntó Iván.
—¿Alguna vez se está?
Iván asintió con una leve sonrisa. Entró un paso más. Lo miró con detenimiento. Luego le ofreció algo: un vendaje viejo, gastado, pero limpio. De esos que usaba en sus años de gloria.
—Ten. No por cábala. Solo para que recuerdes que cada puño que lances… es también parte de lo que heredaste. Aunque no quieras.
Nicolás lo tomó sin responder.
Se miraron por fin, cara a cara. No había odio. Solo una especie de aceptación.
—Pelea por ti —dijo Iván—. Pero no olvides de dónde vienes.
—No lo hago por orgullo, papá.
La palabra quedó suspendida en el aire. Como si el eco tardara en llegar.
Papá.
Iván tragó saliva. Le costó hablar.
—Lo sé… pero gracias igual.
Nicolás asintió, sin agregar más.
El combate juvenil fue breve, pero intenso.
Nicolás dominó desde el inicio. Técnica pura. Defensa alta. Contragolpes limpios. Su oponente era hábil, pero estaba nervioso. Nicolás no. Nicolás peleaba con una serenidad que asustaba.
Iván lo observó desde la puerta del túnel, con los brazos cruzados.
Y cuando su hijo levantó el puño al final del último round, sin festejos ni gritos, solo con la respiración controlada… el orgullo lo golpeó como un uppercut al alma.
No aplaudió.
No gritó.
Solo sonrió. Y bajó la mirada.
Luego llegó el momento.
Iván estaba en su camarín, vendándose por última vez. Don Mario le ajustaba los guantes con una precisión casi quirúrgica.
—No necesitas demostrar nada —dijo el entrenador.
—Lo sé.
—Pero si vas a caer… que sea de pie. Siempre de pie.
Iván asintió.
Y entonces, justo antes de salir, Nicolás apareció en la puerta.
No habló.
Solo levantó el puño.
Iván hizo lo mismo.
Y en ese gesto, sin palabras, se firmó el pacto.
No de perdón.
Sino de respeto.
La música sonó.
El locutor anunció su nombre.
La gente gritó. Algunos por nostalgia. Otros por morbo.
Iván “El Toro” Carranza caminó por el túnel.
Y por primera vez en muchos años… no se sentía solo.
Subió al ring.
Pisó la lona.
Respiró.
Y cerró los ojos.
La guerra, al fin, comenzaba.