Los que sangran de pie

Capítulo 10: La noche de los hombres rotos

La lona olía a historia.

A cuero viejo, a sangre vieja, a sueños viejos.

Iván se paró en el centro del ring mientras las luces lo bañaban desde arriba como cuchillas blancas. A su alrededor, el estadio rugía. No era un rugido de gloria. Era un murmullo denso, lleno de opiniones, cámaras, apuestas. Algunos gritaban su nombre. Otros se reían. Otros simplemente esperaban.

Pero él no escuchaba.

Todo se había vuelto lento.

Su respiración.

El tambor de su corazón.

El mundo.

Al frente, Rodrigo “El Vikingo” Parra estiraba el cuello como un león de zoológico a punto de exhibirse. Tenía más panza, sí, pero también una mirada cargada de experiencia. No era un payaso. Sabía boxear. Sabía hacer daño. Sabía caer.

El árbitro los reunió en el centro.

—Tres rounds. Sin headgear. Exhibición, pero limpia. Nada de golpes bajos. Solo boxeo.

Ambos asintieron. No se dijeron nada. Solo se miraron.

Y entonces…

La campana sonó.

Primer round.

Iván avanzó sin explosividad, pero firme. Brazo adelante. Cabeza baja. Parra lo rodeó, midió la distancia. Lanzó un jab de prueba. Iván lo bloqueó. Otro jab. Otro.

Iván contraatacó con un gancho al cuerpo. Lo sintió. Parra retrocedió. Ambos sabían que no sería una pelea liviana.

Iván tenía el timing. Parra, la lectura.

Se tantearon como dos viejos lobos, sabiendo que cualquier error podría ser el último.

En las gradas, Nicolás observaba sin pestañear.

Iván lanzó una derecha. Falla. Parra respondió con un uppercut que rozó la mandíbula. Apenas. Pero el rugido del público fue inmediato.

El primer round terminó sin caídas. Sin dominio claro.

Pero la respiración de Iván ya se notaba pesada.

Segundo round.

Parra subió la agresividad.

Presión constante. Jabs punzantes. Golpes al cuerpo. Iván respondió con dignidad, pero más lento. Sus piernas ya no eran lo que fueron. Se movía como un árbol grande que se resiste al viento.

Recibió un recto en la ceja.

Sangre.

El corte se abrió como una vieja herida que nunca sanó del todo.

La lona recibió las gotas con el silencio de lo inevitable.

Don Mario gritó desde la esquina.

—¡Guarda la distancia! ¡No bajes la guardia, Toro!

Iván lo oyó. Pero los brazos no respondían igual.

Parra lo acorraló. Combinación al cuerpo. Luego a la cara. Iván cayó de rodillas.

El árbitro comenzó la cuenta.

Uno.

Dos.

Tres.

Iván alzó la vista. No era una caída por golpe directo. Fue agotamiento. Peso. Carga.

Cuatro.

Cinco.

Se levantó.

Con rabia.

Con miedo.

Con fuego.

La campana lo salvó.

Pero también le anunció que el final… estaba cerca.

En la esquina, Don Mario lo miró con dureza.

—Puedes bajarte ahora. Nadie dirá nada.

Iván negó con la cabeza.

—No vine a caer. Vine a terminar de pie.

Don Mario asintió.

Le limpió la sangre.

Le dio aire.

Y le susurró algo al oído:

—Entonces hazlo por ti. Por el niño que fuiste. Por el padre que no supiste ser. Y por el hombre que estás tratando de salvar.

Iván cerró los ojos.

Y se puso de pie.

Tercer y último round.

Parra salió confiado. Más rápido. Más preciso.

Iván esquivó los primeros golpes. Se mantuvo vivo. Conectó una izquierda que hizo tambalear al otro. El público rugió.

Los comentaristas se alzaron.

—¡Carranza todavía tiene algo! ¡Esto no ha terminado!

Parra se enojó. Avanzó con furia. Lo empujó al rincón. Lo golpeó duro. Iván lo aguantó todo. Saco al cuerpo. Otro. Otro.

Y entonces…

Iván respondió.

Jab.

Cruzado.

Gancho al mentón.

Parra tropezó.

El estadio se levantó.

Pero no cayó.

Ambos se miraron. Agotados. Sangrando. Respirando como animales heridos.

Y en ese instante, se entendieron.

No estaban peleando uno contra otro.

Estaban peleando contra lo que la vida les quitó.

Contra la gloria que se fue.

Contra la juventud que ya no vuelve.

Contra la muerte que acecha.

La campana sonó.

Y el mundo se detuvo.

Ambos bajaron los brazos.

Parra levantó la mano de Iván antes que el árbitro.

La gente, al principio, dudó.

Pero luego, el aplauso comenzó.

Primero débil.

Después fuerte.

Después atronador.

Iván bajó la cabeza.

No por derrota.

Sino por gratitud.

Nicolás se acercó al borde del ring.

Lo miró con los ojos llenos de algo que no era lástima.

Era respeto.

Iván lo vio.

Y supo que, aunque no había ganado…

Tampoco había perdido.

Porque en esa noche…

La noche de los hombres rotos…

Ambos salieron enteros.




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