Los que sangran de pie

Capítulo 11: El abrazo

El camarín estaba en silencio.

Ni cámaras.

Ni periodistas.

Ni promotores.

Solo el zumbido de un tubo fluorescente parpadeando, el eco de los gritos lejanos del público y el sonido suave de una toalla limpiando sangre vieja del rostro de un hombre que ya no tenía nada que probar.

Iván estaba sentado en la banca, con los guantes aún puestos. La venda se había aflojado. La ceja seguía abierta. El ojo izquierdo comenzaba a cerrarse lentamente. El cuerpo temblaba, no de miedo, sino de agotamiento absoluto. Como si cada fibra hubiese dado su último aliento.

Don Mario no hablaba.

Solo sostenía el hielo contra el costado de Iván con una mano firme, como lo había hecho cientos de veces antes, pero nunca con tanta reverencia.

—Lo hiciste, Toro —murmuró al fin—. Te fuiste al infierno… y saliste caminando.

Iván asintió sin decir palabra. Tenía la garganta cerrada. No por dolor.

Por lo que venía después.

Porque la pelea ya había terminado.

Y ahora… debía enfrentar lo que realmente importaba.

Alguien golpeó la puerta.

Un toque seco. Calmo.

Don Mario miró a Iván.

—¿Quieres estar solo?

Iván negó con la cabeza.

—Déjalo entrar.

La puerta se abrió.

Era Nicolás.

Vestía jeans, polera negra y la chaqueta del gimnasio sobre el hombro. Tenía una expresión que no decía mucho, pero sus ojos… sus ojos decían todo. Estaban húmedos. No por pena. Por impacto. Por la brutal honestidad que había visto sobre ese ring.

Iván no se movió. Nicolás tampoco.

Durante largos segundos, se observaron desde lados distintos de un abismo que había tomado casi dos décadas construir.

Y entonces…

Nicolás dio un paso.

Luego otro.

Y sin decir una sola palabra, se arrodilló frente a su padre.

Lo abrazó.

Fuerte.

Como si quisiera contener todos los años que no se dijeron nada.

Iván tardó en reaccionar. Sus brazos, aún con los guantes puestos, no sabían cómo envolver ese momento. Pero lo hicieron igual.

Lo rodearon.

Lo apretaron.

Y por primera vez desde que Nicolás era un niño… se abrazaron como padre e hijo.

No dijeron “te perdono”.

No dijeron “te quiero”.

No lo necesitaban.

Porque ese abrazo no era un gesto.

Era una declaración.

Era la pelea más importante.

Y la habían ganado los dos.

Don Mario se alejó en silencio, dejando la puerta entreabierta.

En el pasillo, algunos aún comentaban la pelea. Otros preguntaban por autógrafos. Otros ya hablaban del siguiente combate. La vida seguía.

Pero allí dentro…

El tiempo se detuvo.

Cuando se separaron, Iván intentó decir algo. No pudo.

Nicolás se adelantó.

—No importa lo que venga después. No importa si vuelves o no. Hoy, peleaste como el hombre que yo necesitaba ver.

Iván cerró los ojos. Sintió las lágrimas subir por primera vez en años. No las detuvo.

—Y tú… —dijo con la voz rasposa—, tú fuiste la fuerza que no tuve cuando más lo necesité.

Nicolás sonrió, por primera vez en mucho tiempo.

—Descansa, viejo. Mañana te acompaño a curarte. Pero no te hagas el héroe.

—No. Solo… el padre.

Se miraron otra vez.

Ahora sí. Sin muros.

Solo dos hombres.

Uno que había sangrado por volver.

Otro que había estado listo para verlo ir.

Y entre los dos, al fin, un puente.

El más difícil de todos.

El del perdón.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.