Los que sangran de pie

Capítulo 12: Herencias invisibles

El sol del lunes entraba por las ventanas del consultorio con una intensidad insultante. Todo estaba limpio, blanco, ordenado… demasiado para alguien que venía del caos del ring.

Iván se sentó con dificultad sobre la camilla, con el torso descubierto y una bolsa de hielo envuelta en una toalla húmeda en la costilla derecha. El doctor —un hombre joven, prolijo, con voz serena y lentes perfectos— revisaba con una concentración clínica la radiografía en silencio.

Nicolás estaba sentado en una esquina, con los brazos cruzados y la mirada en el suelo. No era necesario que estuviera ahí. Pero no se había ido desde la pelea. No preguntó. No explicó. Simplemente… se quedó.

—No hay fractura —dijo el doctor finalmente—. Pero sí tienes un edema intercostal. Vas a necesitar al menos tres semanas sin contacto físico intenso. Y si me preguntas como profesional: retírate. Con dignidad.

Iván sonrió.

—¿Eso fue una sugerencia médica o un consejo personal?

—Ambas. A veces hay que saber cuándo colgar los guantes.

Nicolás intervino, sin levantar la mirada:

—Él ya lo sabía. Solo necesitaba escucharlo.

De regreso en casa, el silencio entre ambos era cómodo.

Iván cocinaba algo simple —huevos revueltos con pan tostado— y Nicolás revisaba unos papeles del gimnasio. Nada trascendente. Pero todo distinto.

Cada gesto, cada mirada, cada pausa… hablaba de un vínculo nuevo. No limpio. No perfecto. Pero real.

—¿Vas a seguir entrenando? —preguntó Iván.

—Sí. Esteban dice que hay potencial.

—Lo hay.

—¿Y tú?

Iván tardó en responder. Servía los platos con movimientos lentos.

—Yo ya peleé lo que tenía que pelear. Lo demás… es acompañar.

Nicolás levantó la vista. Asintió.

—Eso también es parte del legado.

Iván se quedó pensativo unos segundos.

—¿Sabes lo que más me dolió después de la pelea?

—¿Qué?

—Ver cómo me miraban algunos de los nuevos. No con admiración. Con lástima. Como si estuviera ahí para recordarles lo que no quieren ser cuando envejezcan.

—Pero también hubo otros —agregó Nicolás—. Que te miraron y pensaron: “Ese viejo se levantó.” Y eso… no se enseña.

Iván sonrió. Era una sonrisa cansada. Pero auténtica.

Los días siguientes transcurrieron sin dramatismo. Iván comenzó a asistir al gimnasio, no como peleador, sino como ayudante de Don Mario. Observaba. Aconsejaba. Vendaba manos. Corregía posturas. No hablaba mucho. Pero cuando lo hacía, todos escuchaban.

Nicolás seguía entrenando. Más enfocado. Más firme. Su estilo había cambiado. Seguía siendo técnico, pero algo en su mirada era distinto.

Como si ahora, al lanzar un golpe, también lo hiciera desde una historia más completa.

Una tarde cualquiera, después de una rutina de entrenamiento, Nicolás se acercó a su padre. Tenía en la mano una libreta vieja.

—La encontré en tus cosas. Está llena de anotaciones.

Iván la reconoció. Era su cuaderno de estrategia. Donde escribía combinaciones, esquemas, observaciones de rivales… y, de vez en cuando, frases sueltas. Reflexiones. Fracturas del alma.

Nicolás la hojeó con cuidado.

—¿Por qué escribías cosas como “gané, pero me perdí”? —preguntó.

Iván se encogió de hombros.

—Porque así era. A veces uno gana la pelea… pero pierde algo en el camino.

—¿Y ahora?

—Ahora… creo que estoy empezando a recuperar eso que perdí. Y parte de eso… eres tú.

Nicolás cerró el cuaderno.

—¿Puedo seguir escribiendo en él?

—Claro. Pero una condición.

—¿Cuál?

—Que no te olvides de quién fuiste cuando comiences a ganar.

Nicolás asintió.

—Y tú tampoco… si alguna vez decides volver.

Iván rió.

—Mi ring ahora… está acá.

Se tocó el pecho.

—Y no pienso volver a perder esta pelea.

Esa noche, en el muro del gimnasio, apareció un cartel nuevo.

“Iván Carranza — Asistente técnico”
“Taller de boxeo comunitario”

Y debajo, un afiche simple, blanco y negro.

Una foto.

Iván y Nicolás.

Ambos de frente. Con los guantes puestos.

Sin título.

Solo una frase:

“Algunos legados no se heredan. Se pelean.”




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