Los que sangran de pie

Epílogo: Los que sangran de pie

El gimnasio estaba vacío.

Era domingo por la tarde, y la ciudad dormía la resaca de la semana. En el interior de “La Fortaleza”, solo se escuchaba el viento colándose por las rendijas del techo, moviendo levemente los sacos colgantes, como si alguien invisible los empujara en silencio.

Iván estaba sentado en el borde del ring, con una chaqueta gris sobre los hombros y un termo con café entre las manos. Tenía el cabello más blanco que hace cinco años, la espalda un poco más encorvada, pero la mirada seguía igual de viva.

Nadie lo acompañaba.

Y sin embargo, no estaba solo.

En ese momento, recordaba.

No los golpes.

Ni las victorias.

Ni siquiera el combate con Parra.

Recordaba a Nicolás cuando era niño, lanzando golpes al aire con unos guantes de juguete. Recordaba su propia voz gritándole desde la esquina. Recordaba el primer día que lo vio entrenar sin permiso, escondido detrás del saco. Recordaba su abrazo en el camarín. Y la forma en que dijo “Papá” sin cargarlo de reproche.

Recordaba cómo, después de todo, había logrado algo más grande que cualquier cinturón.

Se había ganado el derecho de ser parte de la vida de su hijo.

No como campeón.

Sino como hombre.

Y eso… eso sí que dolía. Pero también sanaba.

Nicolás llegó poco después.

Vestía ropa deportiva, una mochila colgada al hombro y el cuello del buzo abierto. Caminó sin decir nada, se sentó junto a su padre y sacó del bolso una foto enmarcada.

Era la imagen de Iván, solo, en blanco y negro, después de la pelea con Parra.

Mirando hacia arriba, con la ceja sangrando.

Con los ojos llenos de algo que solo quienes han vivido el abismo pueden reconocer.

—Quiero ponerla en el gimnasio nuevo —dijo Nicolás—. En el pasillo de entrada. Para que todos entiendan que esto no es solo pelear.

Iván la miró largo rato. Apretó los labios. Luego asintió.

—Pero ponle otra frase —agregó—. No esa de “leyenda” que te gustaba.

—¿Cuál, entonces?

Iván pensó. Sus ojos se humedecieron apenas.

Y respondió:

—“Este hombre cayó muchas veces. Pero aprendió que eso no es lo que importa. Lo que importa… es que siempre se levantó.”

Nicolás lo anotó en su celular sin decir nada.

El silencio entre ambos fue cómodo. Profundo. Como una respiración compartida.

Al atardecer, cuando el sol comenzaba a desangrarse sobre los techos de la ciudad, ambos se pusieron de pie. Recogieron los guantes del suelo, apagaron las luces, y salieron del gimnasio.

El cartel sobre la entrada seguía ahí.

“Los que sangran de pie.”

No necesitaba más.

Porque en ese lugar…

no se entrenaban campeones.

Se entrenaban sobrevivientes.

Y a veces, eso era más importante.

FIN.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.