LA NOCHE PROMETIDA

Félix no podía dejar de sonreír mientras veía a sus padres ponerse los abrigos junto a la puerta. Era una noche especial. Por primera vez en su vida, lo dejarían solo en casa hasta el día siguiente. Ellos tenían una boda en un pueblo cercano y, según su madre, volverían “antes del desayuno”.

—¿Seguro que no quieres que la tía Julia venga a quedarse contigo? —preguntó su madre por tercera vez, abrochándose el abrigo.
—¡Mamá! ¡Voy a estar bien! No soy un bebé —dijo Félix, rodando los ojos.
—Bueno, pero si pasa cualquier cosa, nos llamás —añadió su padre, dejando las llaves del auto en el bolsillo.

Félix asintió con energía. Cuando la puerta se cerró y las luces traseras del coche desaparecieron calle abajo, sintió que una nueva libertad se abría frente a él.

Primero fue la cocina. Se preparó un sándwich con todo lo que encontró en la heladera, incluso lo que su madre llamaba “ingredientes incompatibles”. Después fue el televisor, con el volumen un poco más alto de lo normal y sin límite de tiempo.

Pasaron las horas entre risas, meriendas, y una especie de aventura nocturna autoimpuesta. No encendió todas las luces, por una mezcla de travesura y deseo de sentirse valiente. Solo dejó la lámpara del comedor encendida, mientras jugaba en el piso con su consola.

La lluvia empezó sin aviso, suave y pareja, como una caricia sobre los techos. Félix la escuchó con agrado. Siempre le gustaron las noches lluviosas. Le parecían misteriosas pero acogedoras, como si el mundo se envolviera en una manta enorme y susurrara cuentos en secreto.

A las once y media de la noche, se puso su buzo favorito, se sirvió un vaso de chocolate caliente y se sentó junto a la ventana. Observó cómo las gotas resbalaban por el vidrio y cómo los árboles se mecían con el viento. El barrio estaba en calma, las casas apagadas, los autos dormidos.

Félix sintió que el mundo le pertenecía. Solo él, la lluvia, y una casa en silencio.

No sabía que esa tranquilidad tenía los días contados.

Pero eso, todavía no iba a descubrirlo.