Félix no supo cómo, pero sus pies se detuvieron justo antes de llegar al último escalón.
El grito había cesado, pero su eco parecía haberse quedado suspendido entre las paredes. Cada sombra en la casa ahora tenía forma. Y cada forma, ojos.
La linterna seguía sin encender. La golpeó contra la palma con torpeza, una, dos veces. Nada.
—Papá… —susurró, sin saber por qué.
Solo la lluvia respondió.
Miró hacia la puerta. Estaba a solo unos metros. Podía correr. Salir. Gritar por ayuda. Pero una fuerza lo tironeaba hacia arriba. No era valor. Era otra cosa. Como si lo hubieran elegido.
Tragó saliva y subió de nuevo.
Los escalones crujían distinto esta vez. Como si lo reconocieran. Como si supieran que esta vez, no iba a retroceder.
Al llegar al pasillo de arriba, notó algo que antes no había visto.
La puerta del cuarto de sus padres estaba entreabierta. Solo un poco. Lo suficiente para dejar escapar una línea de oscuridad más densa que la del resto de la casa.
Y el llanto seguía. Más tenue. Más profundo. Como si alguien estuviera sentado en el suelo, al pie de la cama, repitiendo en voz baja una plegaria olvidada.
—Mis hijos… mis hijos…
Félix empujó la puerta.
El cuarto estaba en penumbras. La cortina se movía suavemente con la brisa, aunque la ventana estaba cerrada. La cama estaba deshecha, como si alguien se hubiera levantado de golpe. El perfume de su madre aún flotaba en el aire, mezclado con algo más… un olor a humedad vieja. A encierro.
Y ahí la vio.
Sentada en el suelo, de espaldas, una mujer.
Larga cabellera negra. Ropa blanca, empapada. Temblaba levemente. Sollozaba.
—¿Mamá? —preguntó Félix, aunque supo al instante que no era ella.
La figura se detuvo.
El llanto cesó.
Lentamente, muy lentamente, la mujer comenzó a levantarse. Pero no como una persona normal. Cada movimiento parecía quebrarse, como si sus huesos no supieran doblarse en la dirección correcta.
Félix retrocedió un paso.
—¿Dónde están mis hijos? —la voz brotó como un aliento helado desde lo más profundo de la figura—. ¿Por qué no están conmigo?
Ella giró un poco la cabeza. No lo suficiente para mostrar su rostro, pero sí para que él sintiera su atención clavada en su cuerpo.
Félix corrió.
Atravesó el pasillo sin mirar atrás. Bajó los escalones de dos en dos. El frío aumentaba a cada paso. Las luces de la casa titilaban, aunque estaban apagadas.
Y entonces, un sonido lo detuvo de golpe.
Un portazo.
No el de la entrada.
El del ático.
Félix giró la cabeza.
La puerta del ático, esa que siempre estaba cerrada con llave, ahora colgaba abierta.
Y de allí… bajaban pasos.
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Editado: 19.05.2025