Félix no quería mirar. Sabía que si lo hacía, si giraba la cabeza completamente, algo dentro de él se rompería. Pero los pasos seguían bajando del ático. Lentos. Pesados. Como si arrastraran un peso invisible.
Y cada uno de esos pasos, se sentía… húmedo.
No como el agua de la lluvia, sino algo más espeso. Más sucio. Como barro viejo, como tierra de cementerio.
Félix retrocedió hacia la cocina sin despegar los ojos de la escalera del ático.
No había nadie visible.
Pero los pasos seguían. Descendiendo.
El aire se volvió más denso. Cada respiración le costaba. Como si la casa se estuviera llenando de algo que no era oxígeno. Algo invisible. Viejo. Cansado. Y furioso.
Cuando la última tabla de la escalera crujió, Félix soltó un pequeño gemido.
Y entonces, por fin, la vio.
Una pierna. Luego otra.
Desnudas. Pálidas. Con los pies cubiertos de barro y musgo, como si hubieran caminado mucho. Como si hubieran salido de una tumba.
Félix dio un paso atrás y chocó con la mesa de la cocina. Un vaso cayó y se rompió con un estallido seco.
La figura que bajaba del ático se detuvo.
Félix sintió que el corazón le latía en los oídos. La lluvia afuera se había detenido, pero el goteo de algo —algo en el techo, o en las paredes— seguía. Un sonido constante, como si algo siguiera escurriéndose dentro de la casa.
La figura descendió completamente.
Era la misma mujer.
Cabello negro como la noche. Mojado. Lacio. Pegado al rostro, que ahora sí, Félix alcanzó a ver.
Y deseó no haberlo hecho.
Su piel estaba gris. No blanca. Gris. Como carne muerta. Sus ojos eran profundos, sin pupilas. Huecos oscuros que parecían absorber toda la luz del pasillo. Y de su boca no salía sangre. Salía agua.
Agua sucia.
Agua con tierra, con insectos, con hojas podridas.
Ella abrió los labios.
—¿Tú… no eres mío? —dijo, con una voz que no encajaba con una boca tan rota—. ¿Dónde están mis hijos? ¿Quién… me los quitó?
Félix no pudo moverse. Cada palabra era una piedra que le caía encima. Sentía que su estómago se revolvía, que el vómito le subía por la garganta. No de asco. De miedo. De un miedo tan antiguo como el silencio de los cementerios.
La figura se acercó. Y con cada paso, el suelo dejaba huellas mojadas. Huellas de pies que no deberían haber vuelto a caminar.
—Mis hijos… estaban aquí… estaban en este lugar… —murmuraba, girando la cabeza, oliendo el aire, como un animal perdido.
Félix logró moverse. Agarró un cuchillo del cajón, el más grande. Lo alzó. Pero su mano temblaba tanto que el arma parecía un juguete ridículo.
La mujer lo miró.
Y sonrió.
No con ternura. No con locura.
Sino con hambre.
—Tú no eres… pero te pareces —dijo—. Te pareces tanto a uno de ellos…
Félix no entendía. Solo quería huir. Pero antes de que pudiera correr, la puerta de la entrada se abrió de golpe.
Un viento seco entró.
Y con él… un susurro.
Una voz distinta.
—No es tuyo. No aún.
La mujer se volvió bruscamente hacia la puerta. Y por primera vez, pareció asustada.
Félix no lo vio del todo. Solo una silueta parada en la entrada. Alta. Muy alta. Envuelta en una sombra que no pertenecía a esta realidad. Y en sus manos… algo brillaba. Un relicario. Una cruz. Un símbolo.
La mujer retrocedió, siseando como un animal.
Y en un segundo, se esfumó. No caminó. No huyó. Se deshizo en agua. Cayó al suelo como un charco.
Félix cayó de rodillas, respirando como si acabara de escapar de un naufragio.
La silueta se acercó.
Y entonces, una voz más humana le habló:
—No estás solo, Félix. Pero tampoco estás a salvo.
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Editado: 05.06.2025