Los Susurros De La Llorona

EL RELICARIO

El charco seguía allí.

Félix se arrastró hasta la esquina de la cocina, con la vista fija en el suelo donde la mujer había desaparecido. El agua no se evaporaba. No se movía. Solo… estaba. Como si fuera una herida abierta en el suelo de la casa.

La figura que lo había salvado —si es que eso era lo que había hecho— ya no estaba. No había huellas. Ni viento. Ni voz. Solo el recuerdo de esa sombra y el objeto brillante que había sostenido.

Félix cerró los ojos con fuerza. Su respiración era un jadeo roto.

Cuando los abrió, algo más lo esperaba.

Sobre la mesa de la cocina, había un objeto que no estaba allí antes.

Un relicario.

Pequeño, de plata ennegrecida. Viejo, pero intacto. Como si alguien lo hubiese dejado con cuidado, con urgencia. El colgante tenía forma ovalada, con una inscripción que no podía leer del todo por la suciedad acumulada. Solo alcanzó a ver una palabra: “Semp…” antes de que algo lo interrumpiera.

Un golpeteo.

En la ventana.

No como el de la lluvia. Esto era más… rítmico.

Tac. Tac. Tac.

Félix giró. Y lo vio.

Un pájaro.

No un cuervo, no un búho. Era más grande. Más oscuro. Tenía el cuerpo cubierto de plumas empapadas y los ojos… blancos. Completamente blancos. Como si estuvieran vueltos hacia adentro.

El ave golpeaba el vidrio con el pico una y otra vez.

Tac. Tac.

Y con cada golpe, una grieta nueva.

Félix retrocedió. Agarró el relicario, como si eso pudiera protegerlo.

El pájaro se detuvo.

Y en un movimiento casi humano, ladeó la cabeza.

Como si lo reconociera.

Como si lo estuviera esperando.

Una última grieta y el vidrio estalló hacia adentro.

El ave no entró.

Solo desapareció.

Voló hacia la noche.

Pero en el marco de la ventana, algo colgaba.

Un trozo de tela.

Negro. Antiguo. Rasgado. Y bordado con letras doradas casi borradas.

Félix se acercó, con el relicario todavía en la mano. Descolgó el pedazo de tela y lo desplegó.

No era un trapo cualquiera.

Era un fragmento de… uniforme. Una túnica. De monje. O de algo más antiguo.

Y en las letras casi ilegibles, apenas logró leer:

“Orden del Silencio Eterno”.

Sintió que el suelo vibraba bajo sus pies.

No como un temblor.

Sino como si algo se moviera dentro de la casa.

Y entonces, desde la pared opuesta, algo cayó.

Un retrato.

Uno que no había visto nunca antes colgado allí.

Mostraba a una familia. Antiguo, en sepia. Un hombre, una mujer y tres niños.

Félix reconoció la casa detrás de ellos. Su casa.

Y a uno de los niños.

Era idéntico a él.

Pero esa foto tenía al menos cien años.




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