El sonido de las llaves girando en la cerradura lo sacó de su letargo.
Félix estaba sentado en la cocina, con la misma ropa del día anterior. No había dormido. La luz de la mañana no traía paz, solo mostraba las huellas de una noche que ya no podía fingir que fue un sueño.
La puerta se abrió.
—¡Hola, amor! —La voz de su madre era como un recuerdo lejano de seguridad.
—¿Cómo estuvo todo? —preguntó su padre, dejando las maletas en el recibidor.
Félix forzó una sonrisa.
—Bien.
Su madre se acercó y le dio un beso en la frente. Su olor a perfume le pareció ajeno, como si no perteneciera a esa casa… como si ninguna de las cosas que había conocido antes aún pertenecieran ahí.
—¿Llovió mucho anoche?
Félix asintió. No dijo nada más.
Su padre fue a prender el televisor. Funcionaba. Todo parecía normal. Demasiado normal.
—¿Te portaste bien? —preguntó su madre mientras sacaba cosas de una bolsa.
—Sí. Vi unas pelis, comí palomitas. Me dormí en el sofá.
Nadie habló del marco roto. Nadie notó el espejo cubierto con la sábana.
—¿Y esto? —preguntó su padre, señalando una marca en la pared. Justo donde, horas antes, había aparecido la palabra “RECUERDA”.
Era solo una mancha ahora. Apenas visible.
—No sé —dijo Félix, bajando la mirada.
—Habrá sido la humedad —dijo su madre.
Félix tragó saliva. Su estómago dolía.
—¿Te pasa algo? —preguntó ella, sentándose a su lado—. Te ves… raro.
Él dudó.
Estuvo a punto de decirlo. De contarle todo. La figura. El llanto. El espejo. El niño.
Pero no pudo.
No porque no quisiera.
Sino porque algo dentro de él lo prohibía.
Como si al hablarlo, algo se rompiera. Como si no estuviera permitido.
—Nada —dijo, con un hilo de voz—. Solo estoy cansado.
Su madre lo abrazó.
El calor humano, por un segundo, casi lo hizo llorar.
Pero entonces, la vio.
Al fondo del pasillo, entre la sombra y la luz filtrada por la cortina, una figura blanca.
De pie. Inmóvil. Con el cabello cayéndole como raíces mojadas sobre el rostro.
Félix parpadeó.
Ya no estaba.
—¿Y el relicario que te regaló tu abuela? —preguntó su madre de pronto—. Lo tenías puesto, ¿no?
Félix llevó la mano al cuello.
Vacío.
Se levantó de golpe. Fue a la sala, revisó el sofá, el piso, el mueble.
Nada.
El relicario había desaparecido.
Y con él, algo más.
La frontera entre lo real y lo imposible.
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Editado: 05.06.2025