Félix pasó el resto del día intentando actuar con normalidad.
Rió cuando su padre hizo un chiste. Ayudó a su madre a poner la mesa. Comió como si nada, aunque la comida le supo a tierra húmeda. Pero en cada rincón de la casa, incluso con las luces encendidas, había algo que no encajaba. Un silencio subyacente. Una espera.
Esa noche, antes de dormir, su madre fue a arroparlo. Como cuando era más chico.
—¿Quieres que dejemos la puerta abierta? —preguntó.
Félix asintió. No le dijo por qué.
—¿Estás seguro que todo está bien?
Otra vez, esa mirada preocupada. Félix solo sonrió. Mentirle era más fácil que explicarle lo que ni él entendía.
Cuando ella apagó la luz y salió, Félix se quedó mirando el techo. Afuera ya no llovía, pero el olor a tierra mojada persistía. Lo más extraño: venía de dentro de su habitación. Como si el lodo se hubiese metido por las grietas de las paredes.
Entonces lo sintió.
Primero, un cosquilleo en el pie. Luego, algo frío. Como una mano húmeda que le rozaba el talón por debajo de la cama.
Félix no se movió.
Solo bajó la mirada, con el corazón apretado en el pecho.
No había nada.
Nada… visible.
Pero la sábana se movía. Apenas. Como si alguien respirara desde abajo.
El niño contuvo la respiración.
Y entonces escuchó la voz.
No como la había oído antes. No desde la distancia, no como un susurro perdido en el eco de un recuerdo.
Esta vez fue clara.
—Félix… me los quitaste…
Era la voz de una mujer. Rota. Quebrada. Dolorosa. Llena de una furia antigua.
—No debiste verme —dijo de nuevo—. Ahora también te vas a ir…
Félix saltó de la cama y encendió la lámpara. La luz explotó en la habitación.
Nada.
Solo su escritorio. Sus libros. Sus posters. Y la sombra alargada de su propio cuerpo temblando.
Pero entonces… lo notó.
La alfombra. Negra de humedad.
Y en el centro, algo pequeño, brillante.
El relicario.
Abierto.
Dentro, una foto que él nunca había visto antes.
Un retrato en blanco y negro.
Una mujer vestida de blanco con dos niños a su lado.
Uno de los niños era él.
Era su rostro. Su cara. Félix… unos años más pequeño, tal vez. Con ropa antigua, con ojos apagados.
Se alejó del relicario como si quemara.
Lo empujó bajo la cama y se fue corriendo al cuarto de sus padres.
No golpeó. No tocó. Solo entró.
—¿Qué pasa, hijo? —su madre se incorporó.
Félix no dijo nada. Solo se metió en medio de ellos. Como cuando tenía pesadillas.
Su madre le acarició el pelo. Su padre lo abrazó.
Y entonces, cuando parecía que todo se calmaba, la puerta del cuarto se cerró sola.
Con un golpe seco.
El reloj de la pared se detuvo.
Y desde el pasillo…
…se escuchó el llanto.
No era un llanto humano. Era algo antiguo. Como si viniera del fondo de un pozo lleno de barro. Como si siglos de dolor hubieran decidido hablar.
Y Félix… no lloró.
Solo apretó los dientes.
Porque ya entendía.
Esa mujer no estaba muerta.
Y lo peor de todo: nunca estuvo sola.
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Editado: 05.06.2025