La puerta al final del pasillo… esa que siempre estuvo cerrada, oxidada, olvidada…
…esa noche no solo estaba abierta, sino que parecía haber sido empujada desde adentro.
Félix se acercó, descalzo, en silencio.
El umbral exhalaba un aire húmedo, denso, que olía a barro mojado, madera podrida y algo más…
¿Carne? ¿Azufre? ¿Algo enfermo?
No supo cuándo empezó a temblar. Quizás fue cuando sintió que el silencio del pasillo no era silencio real, sino una especie de eco sordo, como si el sonido no quisiera entrar en esa parte de la casa.
La lámpara del techo parpadeó. Una vez. Dos.
Y en la tercera…
todo se apagó.
Félix se quedó en completa oscuridad.
Y entonces lo escuchó.
Una respiración.
Gruesa. Lenta. Justo detrás del umbral.
Como si la tierra estuviera viva.
Avanzó.
La linterna de su reloj proyectó una luz débil.
Reveló una escalera de piedra que descendía en espiral, tallada a mano, húmeda, irregular.
Esa escalera no estaba allí antes.
Cada escalón crujía. No por su peso, sino como si se quejara de que alguien bajara.
Con cada paso, el aire se volvía más espeso.
Un zumbido agudo se filtraba entre las paredes, como si una presencia invisible rezara al revés.
Llegó al final.
Una sala subterránea.
Y al centro…
Una cruz de hierro oxidado clavada en el suelo.
Atada con cadenas.
Y justo debajo de ella, un montículo de tierra removida… reciente.
Como si alguien hubiese cavado.
Como si alguien intentara salir.
Félix retrocedió un paso.
Y entonces, el montículo se movió.
No por un animal.
Por algo que respiraba.
Una voz, apenas un susurro entre la bruma del subsuelo, se filtró desde la tierra:
—Félix…
Félix… ya casi es hora.
Corrió.
Trepó las escaleras, temblando, tropezando. Al llegar arriba, intentó cerrar la puerta.
No pudo.
La madera temblaba bajo sus manos. Se movía como si alguien la empujara desde el otro lado.
O algo.
Finalmente, con un grito, la empujó con todas sus fuerzas. Se cerró de golpe.
Silencio.
Un segundo después, se escuchó del otro lado un rasguño.
Primero suave.
Luego más fuerte.
Luego con uñas largas.
Esa noche, Félix no durmió.
Se quedó acurrucado en el pasillo, mirando la puerta.
A la mañana siguiente, cuando sus padres lo encontraron allí, no dijo nada.
¿Cómo explicar algo que no debería existir?
Pero esa misma noche, volvió a soñar.
Con el cuarto subterráneo.
Con la cruz de hierro.
Y con algo más:
Una mujer, con el rostro partido en dos, lo miraba desde el fondo del hoyo.
Sus labios no se movían.
Pero su voz llegó igual:
—¿Por qué me soltaste, Félix?
#89 en Terror
#663 en Thriller
#260 en Suspenso
misterio, paranormal maldicion espiritus fantasmas, paranormal espiritus
Editado: 05.06.2025