Esa noche, después del sueño con la mujer del rostro partido, Félix despertó con la garganta seca y las uñas marcadas en las palmas de sus manos.
No recordaba haberse dormido.
Tampoco haber entrado en su habitación.
Y sin embargo, estaba allí.
Pero algo había cambiado.
No en él.
En la casa.
El aire era más denso. Más viejo. Como si, de pronto, todo en ese lugar estuviera más cerca de morir.
O de despertar.
La puerta del pasillo que había cerrado la noche anterior…
ya no estaba.
No estaba rota. Ni entreabierta.
Había desaparecido. Como si jamás hubiese existido.
En su lugar, una pared desnuda. Pero si uno se acercaba —y Félix lo hizo—, podía oler la humedad de abajo.
Podía sentir un leve calor subiendo desde el suelo, como el aliento de algo dormido.
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Durante el desayuno, los padres de Félix hablaban en voz baja.
Mencionaron algo sobre "una llamada" que recibirían esa noche.
Su madre tenía los ojos hinchados. Su padre evitaba mirarlo a los ojos.
Pero cuando Félix les preguntó por la puerta del pasillo, ambos se quedaron en silencio.
Su madre, pálida, se levantó bruscamente.
El padre solo dijo:
—Esa parte de la casa... no existe. Nunca ha existido.
Mentía.
Y Félix lo sabía.
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Más tarde, mientras fingía hacer tarea en la sala, escuchó un crujido suave bajo el sofá.
Se agachó.
Había algo ahí.
Una hoja amarillenta, vieja, enrollada con una cinta roja.
No recordaba haberla puesto ahí.
Al abrirla, vio dibujos.
Antiguos. Hechos a mano.
Una figura femenina, alta, vestida de blanco, con la cara tapada por el cabello.
Debajo, un texto escrito en tinta seca, temblorosa:
> "Ella no fue un espíritu. Fue mujer. Madre. Verdugo. No llores si la ves. No hables si la escuchas. Y sobre todo… no digas su nombre."
Abajo, como si alguien lo hubiese escrito después, con otra letra:
> “Félix la despertó.”
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Esa noche, a las 3:11 a. m., Félix abrió los ojos sin razón aparente.
La ventana temblaba.
No por el viento.
Sino como si algo la empujara desde fuera… o desde dentro del vidrio.
Se acercó.
Y ahí estaba.
Ella.
De pie, al otro lado. No afuera, no adentro.
Entre el reflejo.
Pero su rostro ahora se veía claramente:
cosido.
Labios atravesados con hilo negro.
Ojos vacíos.
La piel manchada como si la hubieran arrancado de una tumba.
Y aun así, aunque no podía hablar, Felix la escuchó.
Una voz no hecha de palabras, sino de culpa, de muerte, de gritos olvidados.
—Estás en mi casa, Félix.
—Yo no me fui. Me encerraron. Y tú abriste la puerta.
—Ahora… todos van a escucharme.
La imagen desapareció.
Pero en la ventana, por dentro, algo había quedado escrito con barro o con sangre.
Una palabra.
Un nombre.
Aderia.
Félix no sabía qué significaba.
Pero su estómago se revolvió al leerlo.
Sintió que el nombre mismo quería salirse de la pared, como si tuviera vida propia.
Y detrás de ese nombre…
el eco lejano de muchos niños…
gritando su nombre… antes de morir.
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Editado: 20.07.2025