Los Susurros De La Llorona

LAS OTRAS VOCES

Félix ya no podía distinguir qué era sueño y qué era vigilia.

Desde que el nombre Aderia apareció escrito en la ventana, algo cambió en su interior. No fue miedo.
Fue como si le hubieran abierto la mente desde dentro… y algo hubiera entrado. Algo viejo.
Algo que nunca debió recordar.

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Durante el desayuno, sus padres intentaban actuar normales.
Pero él sabía que fingían.
Había algo en sus miradas, en su silencio. Como si ellos también supieran el nombre.
Como si lo hubieran dicho alguna vez… y nunca se perdonaron por ello.

—¿Quién era Aderia? —preguntó, sin mirarlos.

El cuchillo en la mano de su madre cayó al suelo.
Su padre se puso de pie tan rápido que la silla se volcó.

—¿De dónde escuchaste eso? —preguntó con una voz que no parecía la suya.

—Estaba escrito en la ventana —dijo Félix con voz neutra, casi como si no fuera él quien hablaba.

El padre tardó en responder. Cuando lo hizo, su voz fue apenas un susurro:

—Ese nombre… nunca se dice. Nunca se debe decir. Ni siquiera pensarlo.

Pero Félix ya lo había pensado.
Lo pensaba todo el tiempo.

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Aquella tarde, volvió a explorar el pasillo.
La pared seguía allí, lisa, sin puerta.
Pero si uno se quedaba quieto el tiempo suficiente, podía oír algo.

No voces.
No pasos.
No llanto.

Era una respiración.

Y no era la suya.

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A las 2:37 a. m., Félix despertó otra vez. Esta vez no estaba en su cama.

Estaba de pie, en el sótano.
No recordaba haber bajado.

Y no estaba solo.

Una figura estaba de espaldas, encorvada, como rezando de cara a la pared.
El cabello era largo y gris.
Vestía de blanco, pero la tela estaba rasgada, sucia de barro seco y algo más espeso, más oscuro.

Félix no podía moverse.
Ni gritar.
Sus piernas eran de piedra.

La figura se volteó con un movimiento lento, antinatural.
La cara… era una mezcla entre una mujer y una calavera.
Y aun así, lloraba.

No tenía ojos, pero lloraba.

Y en su boca, los hilos negros estaban reventados.
Los dientes parecían rotos… como si hubiera tratado de morder algo muy duro.
O a alguien.

Y en un tono más profundo que el sótano mismo, la figura habló.

—Tú no debiste nacer aquí.
—La casa te llamó porque vio lo que eras. Un eco. Una grieta. Un reflejo de los otros.
—Tú los viste, ¿no? Los niños que se lanzaban. Los que se ahogaban. Los que colgaban como frutas de un árbol seco.

Félix no respondió.
No podía.
La lengua era una piedra en su boca.

—Ellos no se fueron. Están atrapados. Aquí. Conmigo.
—Y tú… también lo estarás. Muy pronto.

Félix cayó al suelo.

El sótano desapareció.

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Despertó en su cama.
Cubierto de tierra.

Las uñas rotas.
La nariz sangrando.
Y un zumbido constante en los oídos: como el sonido de muchas voces gritando al mismo tiempo, en distintos idiomas.

Al lado de su cama, había una caja de cartón que no estaba antes.
Dentro, documentos.
Fotos antiguas.
Niños. Rostros llorando. Algunos con ojos tachados con tinta roja.

Y al fondo de la caja…
una hoja de periódico doblada.

> "Mujer se arroja de lo alto con sus hijos en brazos. Sólo uno sobrevive."

"Vecinos afirman haber escuchado llantos durante días. El inmueble fue sellado. Se declaró inhabitable."

Fecha: 3 de noviembre de 1976.
Dirección: la misma que la casa de Félix.

Y justo debajo de la noticia, una palabra escrita a mano, en letras negras:

Aderia.

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Félix cerró los ojos.
Y por primera vez, sintió que alguien respiraba justo detrás de él.

No se atrevió a mirar.

Pero oyó la voz, helada, pegada a su nuca:

—Mamá quiere abrazarte.




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