Los Susurros De La Llorona

EL HIJO DE LA CASA

Durante el desayuno, nadie habló del sótano.

Ni de la caja.
Ni del nombre.

Los padres de Félix actuaban como si nada hubiera pasado, pero él notaba algo nuevo en sus miradas.
Ya no era preocupación.
Era miedo.
Y no por él… sino de él.

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Esa noche, Félix volvió a soñar.

Pero esta vez, no soñó con Aderia.
Soñó con él mismo.

Un lugar oscuro, húmedo, como un útero muerto.
Y él… flotando en esa oscuridad, escuchando voces que no venían de afuera.
Venían desde su sangre.

—Tú fuiste el único que sobrevivió —decía una.
—Pero no saliste solo. Ella también te siguió.
—Naciste con su sombra pegada a los huesos.

Entonces lo vio.

Un recuerdo enterrado.

Una mujer, embarazada, parada al borde del balcón.
La lluvia azotaba la escena, todo gris.
Ella cantaba una canción de cuna antigua, que no rimaba, que dolía en los oídos.
Y en el instante en que cayó, Félix lo sintió:

Él estaba en su vientre.

Y la caída no lo mató.
Lo abrió.

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Se despertó llorando, temblando.

En su ventana, el nombre había cambiado.
Ya no decía "Aderia".

Decía:
"Hijo mío".

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Esa misma tarde, sus padres se encerraron en la sala.
Félix los oyó discutir bajito. Pero alcanzó a escuchar una frase, dicha por su madre, con voz quebrada:

—Ya no es él… algo lo está usando.
—¿Y si nunca fue él? —respondió su padre.

Félix los dejó hablar.
Él ya no era un niño confundido.
Él recordaba.

Recordaba los lugares que nunca visitó.
Recordaba los rostros de los niños que murieron antes de que él naciera.
Recordaba la sensación de estar bajo tierra, con los huesos apretados, esperando que alguien escuche sus susurros.

Y recordaba la caída.

No de esta vida.
De otra.

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A medianoche, Félix bajó las escaleras en silencio.
No para ir al baño.
No para buscar comida.

Para encontrar la puerta.

La pared del pasillo estaba distinta.
La pintura se descascaraba en forma de dedos.
Las grietas formaban un contorno que, si uno lo miraba por suficiente tiempo, parecía una puerta cerrada con carne.

Y al tocarla…
la pared respiró.

—Abre —dijo una voz detrás de la madera—. Tú eres la llave.

Y lo era.

La piel de Félix comenzó a arder.
Las venas se iluminaron con un tono oscuro, como tinta podrida corriendo por dentro.
Y entonces, la pared se abrió.

Un umbral de lodo, de humedad… de gritos apagados.

Del otro lado, había un corredor sin luz.
Y dentro de ese corredor, esperaban.

Los niños.

No como fantasmas.
No como recuerdos.

Sino como cuerpos.
Congelados en el momento exacto en que murieron.
Uno con el cuello roto.
Otro con los ojos tapados por una venda sangrienta.
Una niña con la boca cosida.
Y todos… con la mirada fija en Félix.

Uno de ellos se acercó y habló con la voz de mil ecos:

—Tú eres el puente.
—Ella cruzó contigo.
—Y ahora, tú nos vas a abrir el mundo otra vez.

Félix temblaba.
Pero no de miedo.
De poder.

Porque en el fondo, una parte de él quería hacerlo.

Una parte que nunca había sido suya.
Una parte que nació en la caída, junto a una mujer rota, que nunca murió del todo.

Una parte que ahora quería regresar.

---

Del otro lado del pasillo, sus padres gritaban su nombre.
Habían despertado.
Habían visto que la cama estaba vacía.

Corrieron.
Abrieron la puerta.
Llegaron al pasillo…

Pero Félix ya no estaba.

Solo quedaba la pared.
Y un dibujo infantil, hecho con tiza roja.
Un niño pequeño, de pie, tomado de la mano de una mujer alta, sin ojos.

Y debajo, escrito como en un juego de niños:

> "Ya volvimos."




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