La madre de Félix retrocedió.
No era su hijo el que estaba de pie allí.
Era su forma. Sus ojos. Pero vacíos. Huecos.
Como si otra cosa mirara desde dentro.
—Félix... ¿eres tú, mi amor?
El niño inclinó la cabeza, sonriendo.
Pero no era una sonrisa suya. Era… prestada. Tirante. Cadavérica.
—No sabías que yo ya viví aquí —dijo con voz ajena, más grave, más lenta—.
Este lugar me crió. Me olvidó.
Y ahora… yo los voy a recordar.
El padre se interpuso.
—¿Qué te hicieron? ¿Quién te está haciendo esto?
Félix dio un paso más.
—Ella no quiere que pregunten. Ella quiere que escuchen.
Y entonces, las paredes comenzaron a llorar.
Literalmente.
Gotas espesas, negras, resbalaban por las grietas.
Los retratos del antiguo orfanato vibraban con un susurro imposible de ignorar.
Como si alguien hablara desde el otro lado del papel.
> “Los niños no fueron adoptados. Fueron ofrecidos.
La mujer que llora… no llora.
Gime por hambre.
Siempre por hambre.”
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El padre intentó acercarse a Félix.
Pero algo se interpuso entre ellos.
Una silueta apenas visible.
Un manto blanco flotando.
Una boca sin rostro que murmuraba directo al oído de su hijo.
—Ya casi, mi niño. Ya casi te tengo completo.
Y entonces Félix gritó.
Pero no un grito de miedo.
Era un sonido hueco, profundo, inhumano, como si alguien lo abriera desde dentro.
Su espalda se arqueó. Sus uñas se hundieron en sus propias mejillas.
Estaba luchando.
La madre cayó de rodillas.
—¡Félix, resiste! ¡Te estamos viendo! ¡Estás aquí!
Por un segundo, los ojos del niño volvieron a brillar.
Una lágrima real cayó por su mejilla.
—Mamá… me duele.
Pero enseguida la entidad volvió a cubrirlo, como una tela húmeda que se pegara a su alma.
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Las luces parpadearon.
Y en un rincón del sótano… una trampilla se abrió sola.
De ella subía un olor horrible.
Como carne hervida.
Y un sonido… como si cientos de dedos rasgaran una cuna oxidada.
Los padres sabían que debían bajar ahí.
Que las respuestas que nunca quisieron… los estaban esperando.
Pero también sabían que, si lo hacían, algo no los dejaría volver.
El padre tomó una cruz de madera de la pared.
La madre, un rosario que llevaba al cuello desde niña.
Y Félix, poseído, empezó a llorar.
Pero no como antes.
Ahora lloraba con todas las voces de los niños desaparecidos.
Una cacofonía brutal que hacía sangrar los oídos.
> —Ella está abajo —dijo el niño, temblando—.
Pero no está sola.
Hay más como ella.
Hay… uno peor.
El que la encadenó a mí.
Y ya viene por ustedes también.
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Editado: 05.06.2025