La trampilla se abrió con un gemido largo, oxidado.
Un aire húmedo, frío, más viejo que la casa misma, escapó de sus entrañas.
Los padres de Félix se miraron por última vez antes de bajar.
—Por él —susurró la madre.
—Por nosotros —respondió el padre.
La madera crujía.
Los escalones bajaban más de lo que parecía físicamente posible.
Una escalera de piedra descendía hacia una cámara enterrada, oculta durante décadas… o siglos.
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Mientras tanto, en el piso de arriba, Félix temblaba en silencio.
Su cuerpo, vacío.
Sus ojos, abiertos pero sin alma.
Pero adentro, muy adentro…
> ...Félix gritaba.
Corría por pasillos que no eran de esta realidad.
Calles oscuras con faroles colgantes que no arrojaban luz.
Suelos de barro con huellas pequeñas, de niños.
Y todos, todos los caminos, llevaban a ella.
La mujer del vestido blanco.
La que no llora.
La que se alimenta.
—Te quedaste solo, Félix… como todos ellos —le dijo, saliendo de la oscuridad.
Su rostro era una máscara abierta.
Sus ojos, pozos vacíos llenos de dientes.
Y su voz…
era la voz de todos los niños muertos.
Félix intentó correr, pero no tenía cuerpo en ese lugar.
Era solo pensamiento. Solo alma.
Ella extendió sus dedos.
Eran garras ahora.
Y arrastraban cadenas.
Cadenas que Félix sentía en su propia espalda.
—Ya casi no luchas, mi niño.
¿Ves lo fácil que es soltarte…?
Pero Félix, desde lo más profundo de su desesperación, recordó algo:
La voz de su madre.
Sus manos acariciándolo.
El olor del pan que hacían juntos los domingos.
Eso era real.
Y gritó.
Gritó con toda la fuerza que una mente rota podía juntar.
> —¡Mamá! ¡Papá! ¡¡Estoy aquí!! ¡¡No me dejen!!
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En la cámara subterránea, los padres sintieron el grito.
No con los oídos.
Con el alma.
Al llegar al fondo, lo vieron:
Un círculo antiguo tallado en el suelo, con sangre seca y huesos diminutos.
Una pared entera cubierta de nombres grabados con clavos.
Y entre ellos… el de Félix.
> “Los niños no fueron perdidos.
Fueron prometidos.
A Ella.
A Él.”
En el centro del círculo, una figura encapuchada los esperaba.
No se movía.
No respiraba.
Pero los miraba.
> —Ya lo tenían —dijo con una voz milenaria—.
Y ustedes… lo despertaron.
Ahora ella no está sola.
El que la creó… también ha vuelto.
La madre cayó de rodillas.
El padre, temblando, alzó la cruz que llevaba… pero se resquebrajó sola, como si hubiera sido comida desde dentro.
> —No es una maldición —dijo la figura encapuchada.
—Es un contrato.
Y Félix es el último sello.
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Arriba, el cuerpo de Félix se arqueó.
Los ojos en blanco.
La voz ya no era suya:
> —Él viene.
La casa no es solo la puerta.
Es el altar.
Las paredes comenzaron a latir como carne viva.
Los retratos lloraban tinta.
Y debajo de la casa, una grieta se abrió sola, vomitando un hedor que olía a siglos de muerte encerrada.
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Editado: 20.07.2025