Los Susurros De La Llorona

EL ÚLTIMO SELLO

La casa retumbaba.
No por el viento, ni por la tormenta, ni por nada natural.
Era como si respirara.

Las luces parpadeaban sin electricidad.
El aire, helado y espeso, olía a tierra recién abierta, como una fosa.
Y en el segundo piso, Félix gritaba cosas en un idioma que no existe, con una voz que no le pertenecía.

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Abajo, en la cámara oculta bajo la trampilla, los padres estaban rodeados por símbolos antiguos grabados con sangre, cruces invertidas torcidas por el tiempo, y restos de juguetes rotos, como si generaciones enteras de niños hubieran sido llevados allí.

> —¡¿Qué es esto?! —gimió la madre— ¡¿Qué hicieron con mi hijo?!

La figura encapuchada levantó un dedo, sin rostro, sin forma.

> —No fue solo con tu hijo…
Fue con todos los que la casa eligió.

Se escucharon susurros.
Pequeñas voces.
Niños.

Docenas.

—Queremos salir —decían.

—Queremos volver —susurraban.

Y entonces, la verdad.

> —“Ella” fue invocada hace más de cien años.
Por un hombre que vivió en esta misma casa.
Un sacerdote expulsado por herejía, que quería hablar con su hijo muerto.
Pero no habló con él…
Habló con otra cosa.
Y le dio la casa.
Como santuario.
Como carne.
Como altar.

La madre cayó al suelo, cubriéndose los oídos.
El padre sostenía una linterna temblorosa, que ahora proyectaba sombras que no coincidían con sus cuerpos.

—¿Qué quieren de Félix? —gritó.

> —Él es el último que falta para abrir del todo el umbral.
El que cierra el ciclo.
El sello final.
El sacrificio con nombre marcado.

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Arriba, Félix ya no estaba solo.

Ella estaba allí.
Sentada a su lado.
Con su vestido blanco, ya negro de tierra.
Con su cabello mojado, que goteaba sangre.
Y con su risa.
Una risa rota.

—¿Te duele, mi amor? —le decía mientras le acariciaba la cabeza—
Tranquilo… cuando Él despierte, ya no vas a sentir nada.

La habitación cambió.
Las paredes sangraban.
La cuna vieja del ático flotaba en medio del cuarto, girando en el aire.
El rostro de Félix se partía en muecas de dolor.

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Abajo, la figura encapuchada entregó una caja de metal.
Vieja. Sellada.
Y una advertencia.

> —Hay una sola forma de sellar esto…
Pero hay que hacerlo antes de la medianoche.
Después, ni Dios va a poder sacarlo de ahí.

> —¿Y cómo lo sellamos? —preguntó el padre.

> —Con algo más valioso que un alma…
Con la voluntad de vivir.

—¿Eso qué significa?

> —Tienen que romper el canal…
Tienen que recordarle quién es…
Tienen que hacerle elegir.

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El reloj de la casa dio las once y cuarenta y seis.

El tiempo se acababa.

Corrieron escaleras arriba, esquivando sombras que reptaban por el techo.
Una figura de ojos cosidos gateaba por el pasillo.
Una mano sin cuerpo arrastraba una muñeca hecha de carne.

La puerta del cuarto de Félix no estaba.
Había desaparecido.

Solo había una pared.
Llena de nombres.
Y en el centro, escrito con sangre, su hijo:

> FÉLIX.
EL SELLO.
EL PUENTE.

El padre golpeó con el puño.
La madre lloraba.

Y dentro, Félix, ya con la piel azulada, estaba levitando sobre la cama.

Ella lo besaba en la frente.
Y en su voz, el eco de todos los que habían muerto por su culpa:

> —Vas a ser mi hijo ahora.

Pero en ese último instante, antes del abismo,
la madre cerró los ojos.
Se acercó a la pared y, con su propia sangre, escribió algo debajo del nombre de Félix:

> Te amamos.
Nunca te dejamos.
Vuelve.
Vuelve.
Vuelve.

Y Félix, por un segundo… parpadeó.




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