El auto avanzaba lento por la ruta de tierra.
La madre de Félix iba en el asiento del acompañante, con las manos cerradas en puños y el rostro pálido.
Padre Elías conducía como si ya hubiera hecho ese camino mil veces.
—¿Dónde está esa casa? —preguntó ella, sin mirar.
—En un sitio donde no crecen flores,
donde el viento no gira,
y donde ni Dios entra sin permiso.
El camino empezó a perderse entre ramas.
La vegetación se cerraba, como una garganta húmeda.
Y aunque eran las tres de la tarde…
parecía anochecer.
> —¿Y si la casa ya no existe?
—Ella la mantiene viva.
Es su altar.
Y cada niño nuevo… es una vela más encendida.
Entonces el motor se detuvo.
Solo, sin razón.
—Ya estamos cerca —dijo el cura, sin sorpresa—.
Desde aquí, se camina.
Bajaron.
El bosque los tragó.
---
Mientras tanto, en el hospital…
Félix seguía inmóvil.
Pero algo en él había cambiado.
Una enfermera que lo vigilaba juraría después que el niño susurraba dormido.
Y que no usaba su voz.
> —Estoy debajo de la cama…
¿Me ves?
Los monitores se apagaron.
Las luces también.
Una sombra se proyectó contra la pared.
Era más alta que un adulto.
Y tenía el cabello largo… goteando hacia arriba.
> —Mis hijos no lloran.
Mis hijos esperan.
De los rincones del hospital empezaron a surgir figuras pequeñas.
Niños.
Desnudos.
Sin ojos.
Sin pies.
Flotaban.
Cruzaban puertas.
Arrastraban sogas.
Uno de ellos traía un zapato viejo… el de Félix, perdido en la primera noche.
> —Vinimos por él —dijeron al unísono.
La enfermera gritó.
Pero ya era tarde.
El pasillo estaba lleno.
---
De vuelta en el bosque...
La madre de Félix y el padre Elías llegaron a un claro.
Y ahí estaba.
La casa.
Destartalada.
Inclinada.
Y aún así… viva.
> —Aquí fue.
Donde una madre enterró a sus hijos para protegerlos…
y luego fue castigada por no gritar lo suficiente.
El padre sacó una cruz hecha con huesos infantiles.
—No entres sin esto —le dijo a ella.
> —¿Qué hay dentro?
—Ella.
No como espíritu.
Como raíz.
La madre apretó los dientes.
> —Si está ahí… la quemo.
Me llevo a mi hijo.
El cura la detuvo.
> —No viniste a pelear contra un monstruo.
Viniste a negociar con una madre.
Y entonces la puerta se abrió sola.
Un pasillo oscuro.
Goteando por dentro.
Y una voz que no gritó.
Sino que susurró con dolor:
> —¿Viniste a por tu hijo… o a dejarlo?
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Editado: 20.07.2025