Dentro de la casa, el aire era denso.
Olía a tierra húmeda, sangre vieja… y leche podrida.
Cada paso que daban, crujía algo bajo sus pies.
No madera.
No hojas.
Dientes.
> —No hables —dijo el padre Elías—.
Aquí, las palabras no se van.
Se esconden… y regresan cuando dormís.
Las paredes estaban cubiertas de telas colgantes, como mantas de bebés enmohecidas.
Sobre ellas, dibujos toscos, hechos con manos infantiles:
madres sin cara, pozos oscuros, y una figura con un vestido largo que tocaba el suelo.
> —Este lugar… la escuchó gritar por primera vez —susurró el cura—.
Sus hijos no murieron por accidente.
Fueron ofrecidos.
> —¿A quién?
—A algo que aún no tiene nombre.
En el centro del salón principal, había una cuna.
Antigua.
Vacía.
Y con marcas de uñas por dentro.
Como si alguien hubiese querido salir.
La madre de Félix se acercó…
y algo la tocó.
No una mano. Una memoria.
---
Mientras tanto, en el hospital…
Félix abrió los ojos.
Pero no eran sus ojos.
La habitación estaba llena de sombras con forma de niño.
Lo rodeaban.
No lo atacaban.
Lo llamaban.
> —Félix…
ven con nosotros.
Ella nos da sueños.
Y no hay dolor.
Solo lluvia.
Uno se acercó más.
Tenía una soga colgando del cuello.
Pero sonreía.
Y le extendía la mano.
> —Tu mamá no te puede salvar.
Pero nosotros… sí.
Félix temblaba.
Quería hablar.
Gritar.
Llamarla.
Pero la voz de la Llorona habló desde el techo:
> —Shhhh…
No rompas el silencio.
Que eso es lo único que aún te pertenece.
Y una gota negra cayó sobre su frente.
---
En la casa…
La madre de Félix comenzó a llorar.
Vio flashes.
No suyos.
De la mujer que alguna vez fue madre… y luego fue devorada por el lamento.
> —No fue su culpa —dijo, temblando—.
Sus hijos murieron.
Y cuando quiso quitársela al mundo…
el mundo la hizo eterna.
> —¿La compadecés? —preguntó el padre Elías, con tono duro.
> —No…
Pero la entiendo.
Entonces, desde el fondo de la casa, una voz familiar:
> —Mamá…
Ayudame…
Era Félix.
Ella corrió.
El pasillo se estiraba.
La casa se distorsionaba.
La voz se multiplicaba:
> —Mamámamámamamá…
Pero solo una era real.
Solo una la necesitaba.
Y cuando llegó a la última puerta…
la abrió.
Y no estaba en la casa.
Estaba en el hospital.
Junto a la cama de su hijo.
Con él gritando, retorciéndose,
y con una mujer flotando sobre él, sus cabellos mojados cubriéndolo como un velo.
> —¡NO! —gritó la madre.
El padre Elías, desde la otra dimensión, gritó también:
> —¡NO LA MIRES A LOS OJOS!
Pero ya era tarde.
La Llorona la vio.
Y ahora la quería a ella también.
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Editado: 20.07.2025