Luces de neón

Capítulo 1. Bizcochito

Llevaba toda la tarde en la Biblioteca Andreu Nin, ubicada en la zona oeste del Barrio Gótico de Barcelona. Aunque al principio lo intenté, terminé perdiendo la cuenta de las veces que había rodeado las estanterías de la sección de Arte. A pesar de que era una de las mejores bibliotecas de la ciudad, lo más probable era que terminase yéndome de allí con las manos vacías.

Fruncí los labios, molesta. No era la primera vez que me pasaba algo así.

Cuando llegué a las cuatro de la tarde, la sala principal estaba repleta de estudiantes universitarios que suspiraban pesadamente y hablaban en susurros. Crucé el recibidor y saludé a Layla, la chica de apariencia adolescente que siempre estaba tras el mismo inmersa en una de sus novelas románticas. Me lanzó una mirada fugaz, se acomodó un mechón de pelo blanquecino que se le había desprendido de su moño rápido y ocultó su rostro sonrojado tras el ejemplar de El suspiro del infierno, de Jennifer L. Armentrout. Posé mis ojos en la portada anaranjada y sentí una envidia sana al percatarme de que había devorado la trilogía en menos de una semana. Si hubiese tenido tiempo libre, me habría detenido a preguntarle quién era su personaje favorito. El mío era Roth, el Príncipe Heredero del Infierno. A decir verdad, tenía cierta debilidad por los chicos malos con un corazón de oro como él y no podía hacer nada para remediarlo.

Después de una jornada de clases teóricas agotadoras donde profesor tras profesor se limitó a leer las diapositivas de su PowerPoint como si fuera un robot, mi objetivo era encontrar un libro de anatomía artística diferente a los que ya tenía para mi Trabajo de Fin de Grado. Una vez cumplida mi misión, volvería a casa a pie, ya que estaba a cinco minutos andando, y me pondría a planificar todo desde cero. Sin embargo, habían pasado casi tres horas y todavía no había encontrado nada que me convenciera lo más mínimo. Estaba perdiendo la fe y la esperanza, y la pobre mujer de cincuenta años y ojos verdes que trató de ayudarme al principio no dejaba de lanzarme miradas fortuitas mientras ordenaba los libros de la sección de al lado. De todos los que me había mostrado, ninguno se ajustó a lo que tenía en mente. Y no, no me estaba exigiendo demasiado. La cuestión era que Calipso, mi tutora y profesora de Proyectos Escultóricos, conocía mi potencial porque me había dado clase en años anteriores y no iba a aceptar un trabajo como los que había hecho en sus asignaturas. Había desechado todos los bocetos que le había presentado hasta la fecha y como comprendió que me estaba quedando sin ideas, me propuso representar una escena entre dos amantes al estilo Psique reanimada por el beso del amor, de Antonio Canova.

¿Cómo le daría vida a algo que no había experimentado todavía?

Si bien nunca antes tuve problemas para esculpir y modelar lo que me propusiera, siempre lo hice a partir de un modelo, normalmente hecho de arcilla fría o mármol, que palpaba y exploraba con mis manos antes de ponerme a trabajar. Pero al no poder apoyarme en uno, todo lo que creaba en referencia a la anatomía masculina era un completo desastre. Desde las manos hasta los pies. Desde la boca hasta el abdomen.

Calipso me prohibió expresamente usar los modelos ya creados en el taller de la facultad, así como basarme en las imágenes de los libros de Historia del Arte. Quería algo que robase el aliento con una sola mirada, pero estábamos a mitad de septiembre y todavía seguía en la zona de salida. Aún no había decidido las poses y mucho menos la historia de trasfondo. De lo que sí estaba segura era de que la imagen estaría contextualizada. En mi mente tenía varias ideas: desde un primer beso hasta un último abrazo. ¿Cuál terminaría siendo la opción ganadora?

En ese instante, una música estridente interrumpió mis pensamientos y en menos de un segundo tuve los ojos de todas las personas que se encontraban en la sala apuntando directamente hacia mí. Me estaban llamando por teléfono.

—Perdón—me apresuré a decir mientras rebuscaba en mi bolsa de tela negra decorada con estrellas blancas. No podía ser mi madre, ya que salía del trabajo a las nueve y a veces se quedaba hasta tarde. Si al final resultaba ser Leo, la vergüenza que me estaba haciendo pasar sería en vano, ya que le colgaría sin pensarlo dos veces.

Escuché varios carraspeos cuando vi el móvil al fondo del todo, encajado entre mis cuadernos de dibujo. No era ninguno de los dos, así que descolgué para que dejase de sonar.

—¿Sara?—pregunté con un hilo de voz.

—Frío, frío—dijo una voz que claramente no era la de mi mejor amiga.

¿Qué hacía un tío con su móvil?

—Esto no tiene ninguna gracia—dije mientras me ajustaba las gafas y salía como una flecha de la biblioteca.

—¿Quieres una pista?—preguntó con una voz tan suave y aterciopelada que casi me hizo olvidar la situación en la que me encontraba.

—No. Quiero que me digas dónde está mi amiga.

—¿No te apetece jugar un poco más conmigo?

¿Acababa de fingir decepción?

Tras varios segundos de un silencio absoluto en el que traté de recobrar el aliento y de pensar fríamente en mi respuesta, el desconocido volvió a hablar y esa vez lo hizo sin una pizca sarcasmo—. Tranquila. Ella está bien.

—Pásamela—contesté al instante.

Escuché una serie de murmullos indescifrables y entonces, Sara me habló desde el otro lado.

—¡Tía!

—Sara, creo que me merezco una explicación de lo que está pasando.

Cuando escuché el tono melódico de su voz, comprendí que a pesar de ser jueves, parecía haber empezado a prepararse para la fiesta del día siguiente.

—¿Has bebido?

—Sólo una cerveza. O tal vez dos. Ya sabes que el alcohol me sube rapidísimo—hizo una pausa y siguió hablando de carrerilla—. Es que he venido con mi grupo de clase a un bar que han abierto nuevo y tienes que verlo porque la decoración es preciosa y...




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.