—Sara—dije por décima vez—. Despierta, Sara. Tenemos que irnos.
La única respuesta que había obtenido por su parte fueron dos ronquidos y un manotazo, así que suspiré derrotada y cerré los ojos un instante para no perder los nervios. Después de conocer personalmente al chico con el que hablé por teléfono en la biblioteca y que terminó siendo el mismo que había tatuado a mi amiga, solo quería salir de allí cuanto antes, y más después de haber tenido una breve pero intensa conversación con él. Todavía seguía pensando por qué no reaccioné cuando me soltó el pelo porque le vino en gana y se fue tan tranquilo con mi coletero alrededor de su muñeca. Sin embargo, aunque eso me carcomiera hasta la saciedad, no tenía el valor suficiente como para decírselo a la cara.
—Está frita—murmuró a mis espaldas.
Tenía toda la razón. Estaba frita. A decir verdad, estaba muy frita, y lo más probable era que no se despertara hasta dentro de unas horas.
—¿Cuántas cervezas te has tomado?—maldije en voz baja.
Coloqué las manos en sus hombros y la zarandeé suavemente. Los efectos del alcohol en las personas eran muy diferentes: a unos les hacía ponerse melancólicos, a otros sentirse extremadamente alegres y Sara simplemente se dormía, sin importar la situación en la que se encontrara.
—Cinco para ser exactos—contestó por ella—. Su tolerancia al alcohol es buena, pero su estado actual es el claro ejemplo del efecto rebote.
La sala en la que nos encontrábamos era amplia, estaba iluminada por un ventanal que daba a un patio interior y la decoración se asemejaba a la de la entrada. Solo había un sofá de color negro en el que ella estaba acurrucada y el resto eran sillas de diseño del mismo color con una almohadilla de un tono granate oscuro.
Me puse en pie y me fijé en el saniderm, es decir, en el apósito similar al papel de film que le rodeaba la parte superior del brazo. Una pequeña sonrisa tiró de mis labios cuando recordé la parte de la conversación en la que me había dicho eufóricamente que había sido su primera vez. La primera vez que se tatuaba, obviamente.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
Estuve a nada de volver a repetir la escena de cuando me habló por primera vez. Por suerte, actuó más rápido y me estabilizó a tiempo colocando sus manos sobre mis hombros, provocando que un hormigueo me recorriera allí donde sus dedos presionaban contra mi piel. Puede que todo se debiera a la emoción del momento y a que había vuelto a pillarme desprevenida, pero terminé con la cara girada completamente hacia él. Como era de esperar, lo miré de nuevo a los ojos y cualquier pensamiento que estuviese cruzando por mi mente en ese momento terminó desapareciendo.
—¿Quieres ver su tatuaje?—dijo en voz baja—. Quizás te animes a hacerte uno algún día si te gusta.
Asentí y antes de apartarme miré los nudillos de su mano derecha cubiertos con palabras japonesas. Mi curiosidad me hizo querer saber qué ponía, aunque terminé dando un paso al frente y me incliné sobre ella para ver el tatuaje que acababa de hacerse justo encima del codo.
—Oh, vaya. Ha quedado muy bien.
—Me ha dicho que os encantan las películas de Tim Burton y que La novia cadáver es vuestra favorita.
—Sí. La hemos visto un millón de veces.
Me di la vuelta y volví a mirarlo, esa vez sintiendo que los nervios de mi estómago habían disminuido. A pesar de que los tatuajes solían ser el calco de las imágenes que los clientes querían, la técnica, el trazo y el sombreado eran diferentes en cada tatuador. Si bien la mariposa que representaba a la protagonista de esa película, Emily, no era muy grande, había cuidado hasta el más mínimo detalle.
—No se ha quejado casi nada. Yo lloré la primera vez que me tatué.
Su pequeña confesión me hizo reír de nuevo y él relajó los hombros cuando se dio cuenta de ese pequeño gesto.
—Ha debido ser por la adrenalina.
—Puede ser.
—Por cierto, ¿todos los dibujos que hay aquí son tuyos?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada en particular. Es solo que eres realmente bueno.
Una expresión de asombro tiñó su rostro cuando admití en voz alta lo que pensé de ellos la primera vez que los vi.
—Gracias.
Sonó sincero y tuve la sensación de que no estaba acostumbrado a recibir muchos cumplidos, ya que evitó mirarme cuando me dijo esa palabra.
—No hay de qué, pero es cierto.
—¿Dibujas?
—Estoy estudiando Bellas Artes, así que se puede decir que hago un poco de todo.
Asintió lentamente y se pasó la mano en la que tenía mi coletero por el pelo.
—Siento haberte molestado antes—dijo de pronto—. Sé que estabas preocupada por ella.
No había ni una pizca de sarcasmo en su voz ni un solo rastro en su forma de hablar que me indicase que estaba tratando de tomarme el pelo, así que por un instante no supe qué contestarle.
—Está bien. No pasa nada. Los dos podíamos haberlo hecho mejor—dije finalmente—. Yo siento haberte hablado de esa forma. Puede que me haya alterado un poco más de la cuenta—admití.
—Me lo tengo merecido.
—Pues sí—recalqué—, así que no vuelvas a hacerlo.
En el momento que esas palabras salieron de mi boca, su expresión cambió y temí que sucediera algo similar a lo que había pasado antes. El chico cuyo nombre todavía desconocía entrecerró sus ojos justo cuando un mechón de pelo rubio se deslizó sobre su frente. Lo vi venir de lejos. Otra vez apareció esa mirada inocente que no coincidía con sus palabras y con su forma de actuar. Su voz cambió, volviéndose profunda y el efecto que tuvo en mí fue cualquier cosa menos apaciguante.
—¿Eso significa que vamos a volver a vernos?
—¿Cuándo he dicho eso?—le contesté sin apenas haber tenido tiempo para procesar su pregunta.
El tiempo que tardé en sermonearme por seguir en aquella sala con él bastó para que se acercase lo suficiente como para dejar pocos centímetros de separación entre mi pecho y su abdomen. Al parecer, no comprendía lo que era el espacio personal.